De Barcelona a Tierra Santa: Un viaje a bordo del Destino

 



La travesía no comienza en el puerto, ni en el instante en que el sol ilumina las aguas, sino mucho antes, en el territorio impreciso de los sueños y los recuerdos. Viajar es siempre un regreso: a un lugar, a una emoción, a una verdad que nos esperaba desde antes de partir. No hay caminos nuevos, solo senderos olvidados que el destino nos obliga a redescubrir. Desde niña sentí una atracción inexplicable por las tierras de Oriente, como si una brisa antigua, un eco remoto, me susurrara al oído nombres que aún no conocía. Ariel compartía conmigo ese mismo presentimiento: la certeza de que nuestras almas habían recorrido antes esos caminos, que los paisajes que buscábamos no eran descubrimientos, sino reencuentros. Tal vez era la guilgul, el eterno retorno del alma en su danza infinita a través del tiempo. Aquel yate, con su promesa de aventura y misterio, era más que una embarcación; era un umbral, un espejo multiplicado en mil reflejos, donde el tiempo y el espacio se curvaban sobre sí mismos. El mar, inmenso y eterno, no solo nos separaba de la tierra firme, sino que nos conducía hacia un territorio aún más vasto: el de la propia alma.

Todos sabían que aquel viaje escondía un secreto, un momento que transformaría el curso de mi vida. Todos lo sabían, menos yo. Incluso mi madre había sido informada por Samuel y Ruthi. En aquella travesía iniciática, en la que el destino parecía escribirse con la cadencia de las olas, yo avanzaba con la inocencia de quien cree estar explorando el mundo, sin sospechar que en realidad el mundo estaba a punto de revelárseme en su forma más profunda: el amor y la elección. Y toda elección es, en su esencia, una renuncia. Toda puerta que se abre clausura otras sendas. En aquel viaje, sin saberlo, me despedía de la adolescente que había sido, de su incertidumbre y su timidez, para dar la bienvenida a una libertad vivida de otra forma, a una madurez que no es sino otro nombre para el peso de las decisiones.

 El día de la partida amaneció con un sol radiante que iluminaba el puerto de Barcelona. La brisa suave del mar acariciaba nuestros rostros mientras subíamos al yate. La embarcación, amplia y lujosa, era un refugio de serenidad, un hogar flotante en medio del océano.  El capital, su ayudante y un cocinero, eran la tripulación además ayudaban Samuel, y sobre todo Ariel, poniéndose al timón, Por su parte Ruth, de vez en cuando entraba en la cocina, y con su calidez habitual, nos preparaba un desayuno fresco y delicioso. "Este viaje va a ser inolvidable", dijo ella con una sonrisa, mirando a su hijo, y después a mí, y sus palabras resonaron en mí como una promesa de magia y descubrimiento. Que extrañamente familiar me resultaba aquella familia, más que algunos de mis familiares de sangre. Los lazos del alma son mucho más fuertes que los lazos físicos, de eso no tengo duda, ni entonces ni ahora. Con aquella familia, sentía la profunda certeza de que habíamos sido familia en muchas otras vidas

Mientras nos alejábamos de la costa, la ciudad se desvanecía en el horizonte, como una pintura desleída por la brisa marina, y el mar nos abrazaba con su inmensidad, como si quisiera arrullarnos en su vasto y secreto lecho. La travesía comenzaba a ser algo más que un simple viaje, ya no era sólo el ir hacia un destino, sino el adentrarnos en un territorio sin fronteras, donde el alma se disuelve en la sal del mar.  Ruth, le pidió a su esposo por los chicos, que echara el ancla en un rincón de la Costa Brava, un susurro del paraíso al que sólo los veleros parecen tener derecho: Cala Tavallera. Este santuario escondido, casi olvidado por el mundo, nos acogió con sus aguas tan claras que parecían llevarnos al fondo de la memoria de la tierra misma. Como una joya oculta entre los acantilados, Tavallera se desplegaba ante nosotros, salvaje, pura, casi primitiva, como un lugar donde el tiempo se pliega y se reinventa. Y aunque estaban sus padres, que nos observaba felices, metiendo pullas Samuel, de vez en cuando, era como si estuvieramos, solo nosotros y el mar, el viento y las rocas.

No podíamos parar de jugar como niños en la arena, corriendo tras las olas, dejando que el mar nos arrastrara, ese cielo tan luminoso que no es azul, te ciega y lo ves blanco, y un mar de un turquesa intenso, cristalino que no parece real. No podíamos parar de reír; éramos felices, simplemente felices. Y cuando eres feliz, es como si dejaras que tu niño interior aflorara, sin más pretensiones que vivir el instante, en toda su intensidad. Mientras tanto, Ruth y Samuel preparaban el picnic playero, pero nosotros no podíamos dejar de disfrutar del momento, de ese juego inocente con el mar y el sol. pero  Caimos en la arena, nos costó parar de reir, Ariel,  recuperó antes que yo su calma habitual, se sentó junto a mí, mirando el horizonte como si leyera algo oculto en el agua. Con su voz suave pero profunda, me dijo, mientras sus ojos brillaban con ese extraño reflejo de sabiduría: 'La verdadera esencia de la vida, ¿sabés? Se revela en los momentos más simples. En esas pausas que tomás entre ola y ola, subida y bajada, cuando el viento te acaricia la cara y no hay más que el horizonte y tú, dejándote llevar, dejándote fluir. Está bien tener un barco y ver cómo disfrutas, y poder llevarte a lugares que nunca creerías poder visitar, pero la felicidad es mucho más sencilla, es estar aquí junto a ti, y comernos esa ensaladilla que preparó mi madre con un poco de vino que eligió mi padre."

Y entendí, por fin, que el tiempo no es sólo lo que vivimos, sino lo que nos deja el viaje hacia lo profundo, el abrazo con lo que no sabemos, con lo que se oculta más allá del alcance de los ojos. Porque en ese lugar, en la soledad de la cala, rodeados solo por el susurro del agua y la protección de las rocas, comprendí que el mar no es un lugar al que llegamos, sino un estado al que pertenecemos, uno del que no queremos salir, porque es allí donde se revelan las verdades más profundas: aquellas que no se dicen, pero los corazones sienten. Y supe,  por fin, que el tiempo no es sólo lo que vivimos, sino lo que nos deja el viaje hacia lo profundo, el abrazo con lo que no sabemos, con lo que se oculta más allá del alcance de los ojos. Porque en ese lugar, en la soledad de la cala, comprendí que el mar no es un lugar al que llegamos, sino un estado al que pertenecemos, uno del que no queremos salir, porque es allí donde se revelan las verdades más profundas: aquellas que no se dicen, sino que se sienten.

Al amanecer del segundo día, pusimos rumbo a Cerdeña. Las calas escondidas, donde la arena dorada se disolvía en el azul infinito del mar, se convirtieron en nuestro santuario. El aire traía consigo el perfume del salitre y del tomillo silvestre, y el sol, que parecía flotar sobre el agua, nos envolvía con su calidez dorada.

Mientras explorábamos aquel paraíso, Ariel tomó mi mano con la naturalidad de quien lleva siglos haciéndolo. Sus ojos, reflejo del mar y del cielo fundidos en un solo horizonte, se fijaron en los míos con esa intensidad suya, casi antigua.

—Cada ola que besa la playa es un recordatorio de que estamos en constante cambio —susurró—. Siempre evolucionamos hacia nuestro ser más auténtico. No hay maestra más sabia que la naturaleza, y el agua… ah, el agua es la memoria del mundo. Guarda su historia en cada gota, en cada vaivén, en cada espuma que se disuelve en la arena. Nos sana, nos comprende, nos devuelve a nosotros mismos.

Hizo una pausa, como si esperara a que sus palabras flotaran en el aire un instante más antes de desaparecer. Luego, con una sonrisa cómplice, me jaló suavemente de la mano.

—Ahora ven, tenés que probar algo que durante siglos fue el secreto mejor guardado de los pescadores de Cerdeña. Es la razón por la que mi familia siempre vuelve aquí, cada vez que podemos.

Y sin darme tiempo a preguntar, echó a andar, llevándome con él hacia un misterio que olía a sal, a viento y a historias antiguas. Mientras yo miraba embobada aquel paisaje tan bello. Como explicaros, la costa de Cerdeña es un tapiz de contrastes y misterios, donde cada rincón parece haber sido pintado con los matices que un dios celoso reservó solo para sí. El azul del mar es tan puro y profundo que parece un secreto atrapado entre las olas, un azul que enmudece los pensamientos y atrapa los ojos con su intensidad. Las rocas talladas por siglos de viento y sal proyectan sombras largas y escarpadas, casi como si estuvieran custodiando historias antiguas, mitos mediterráneos que uno siente, pero no puede oír del todo. Me sorprendió el perfume del mirto y la sal, que se desliza en el aire, y el contraste de los pueblos encaramados en las colinas, como si hubiesen sido esculpidos con la misma paciencia que el mar modela las cuevas y los acantilados. Y si hay algo que guarda el alma de esta isla en sus sabores, es la bottarga, el caviar del Mediterráneo, salada y dorada, con un sabor profundo y casi eterno, como las costas que la rodean.

  - Esa bottarga, es la joya dorada de la gastronomía sarda, es la hueva de mújol —o atún en algunas versiones— que ha sido prensada, salada y secada al sol hasta que adquiere una textura compacta y un sabor salino y profundo. Conocida como "el caviar del Mediterráneo," esta delicia tiene raíces antiguas que se remontan a las civilizaciones fenicias y cartaginesas, quienes ya dominaban el arte de preservarla. Cuentan que durante siglos fue un manjar de pescadores -proseguía Ari hablando de la botarga -  un secreto compartido bajo el sol de Cerdeña, que ellos llevaban a sus barcos y consumían en celebraciones o como alimento sagrado en largas travesías. 

Ese mediodía la comimos rallada sobre pasta, y acompañada de un hilo de aceite de oliva y pan crujiente que había sido hecho con aceite y aceitunas negras.  Le recuerdo decir “María, la bottarga revela en cada bocado: su mar antiguo, sus secretos, y la maestría de quienes doman la naturaleza con respeto y paciencia. Sin querer los dos nos pusimos a tararear el tema Mar antiguo de El Último de la Fila…Dejé la estepa, cansado y aturdido, pasto de la ansiedad…No hay otros mundos, pero sí hay otros ojos. Aguas tranquilas en las que fondear, Mar antiguo, madre salvaje, de abrigo incierto que acuna el olivar, unge mi alma confusa y triste. Ojos azules en los que naufragar … Los dos reímos como dos niños que miran por primera vez las luces de Navidad. Dijo a carcajadas, mientras el tocaba la guitarra imaginaria con sonidos guturales, María…At aktula" (את עקטולה)[1], para, cosquillas no, cosquillas no, que he comido demasiada pasta y botarga…piedad.

El sol brillaba con una calidez radiante, como si cada rayo celebrara la vida y aquel amor que estaba naciendo, envolviéndonos en un abrazo de luz. En ese instante, el mundo desaparecía, y solo existíamos nosotros, un verso eterno en el vasto poema de la vida. Y justo en ese momento, Ariel se acercó lentamente. Nuestros corazones latían al unísono, y el mundo a nuestro alrededor se desvaneció. Entonces, sus labios encontraron los míos en un beso suave, lleno de promesas y de una ternura infinita. Fue como si el tiempo se detuviera, como si el universo entero conspirara para sellar nuestra unión con aquel gesto. En ese instante, sentí la esencia del amor fluir a través de mí, como un río que arrastra todo a su paso, purificando y transformando cada rincón de mi ser. Es ese milagro del amor primero que se repite en la Tierra desde tiempos inmemoriales.

 Ariel me miró después del beso, sus ojos brillando como estrellas, y murmuró: "Eres como una flor que florece en el desierto, belleza pura y luminosa, un reflejo del amor divino que habita en nosotros". Sus palabras resonaron en mi alma, como un canto sufí que elogiaba la belleza del amor verdadero. "Eres el eco de una melodía sagrada, la armonía que resuena en los corazones de quienes te rodean". Sentí que la luz de su admiración iluminaba mi interior, transformando mi percepción de mí misma y recordándome que el amor es la fuerza que da vida y significado a nuestras existencias. Pero no pude decir otra cosa, que - Calla y besame- a lo que me respondió, - si no fuera porque he prometido algo a mi padre, te llevaba a un rincón y te comía entera. ...En aquel mágico rincón de Cerdeña, entre susurros de olas y la brisa salada, comprendí que nuestro amor era un viaje hacia lo divino, un camino hacia la belleza que reside en lo más profundo de nuestras almas y que eso no está reñido con el amor físico, cuando es honesto y sincero, y es bendecido por Dios.

Con el corazón palpitante, dejamos atrás Cerdeña y zarpamos hacia Malta, donde la historia y la espiritualidad se entrelazan en cada rincón. Cerdeña y Malta son dos joyas del Mediterráneo, cada una con su esencia y encanto inconfundibles. En Cerdeña, la costa se despliega en una sinfonía de azules intensos, donde el mar se funde con el cielo en un abrazo eterno, mientras las rocas desgastadas cuentan historias de antiguos navegantes y dioses olvidados. Sus valles verdes, salpicados de pueblos de piedra, parecen susurrar secretos al viento. En contraste, Malta, con su aire vibrante y nostálgico, se erige como un museo al aire libre; sus murallas de cal y miel se alzan orgullosas, reflejando siglos de historia en cada rincón. Las calles empedradas de La Valeta, con sus balcones de colores vibrantes, vibran con el eco de culturas pasadas, mientras el resplandor del sol acaricia las aguas cristalinas de sus bahías, que esconden leyendas de caballeros y piratas. En este paisaje compacto, la luz se transforma en un bálsamo que envuelve a sus habitantes, creando un contraste donde la serenidad de Cerdeña se encuentra con la efervescencia histórica de Malta, dos mundos que se entrelazan en la danza del Mediterráneo. Al llegar, visitamos el Templo de Ħaġar Qim, un antiguo monumento megalítico que nos dejó sin aliento. Allí, en ese lugar sagrado, Ariel me miró con una mezcla de reverencia y pasión, y susurró: "Este templo es un puente entre el pasado y el futuro, donde las almas buscan respuestas y conexiones más allá del tiempo". Sentí que su voz atravesaba las capas de mi ser, despertando un conocimiento ancestral que había estado dormido en mí.

                También visitamos el Palacio de los Caballeros de Malta, erguido en la ciudad de Valletta, que es un eco resonante de la historia que susurra entre las piedras. Su arquitectura, un laberinto de elegancia y solemnidad, evoca las gestas de la Orden Hospitalaria, cuya esencia aún palpita en cada rincón de sus opulentos salones. Al atravesar sus puertas, uno se siente transportado a una era de caballeros y cruzadas, donde el honor y la devoción se entrelazan en un abrazo eterno. Las fachadas, adornadas con escudos heráldicos, son un poema esculpido en piedra que narra batallas ganadas y sacrificios inmortalizados.

                Pero lo que más fascina a quien se detiene a contemplar su belleza es el murmullo de una redoma alquímica escondida en los símbolos de su interior, un artefacto de sabiduría que parece latir con vida propia. En esta redoma, el sabio destila la esencia de su ser, fusionando lo masculino con su anima femenina en un acto de sublime alquimia. La luz que emana de la redoma danza en el aire, simbolizando la unión de opuestos en un abrazo divino, donde la fortaleza del caballero se entrelaza con la dulzura de la diosa. Los símbolos alquímicos se encuentran sobre todo en la Capilla. La Capilla de San Juan Bautista, en el corazón del Palacio de los Caballeros de Malta, es un sanctum donde el tiempo se detiene y la espiritualidad se enreda con el arte. Dedicada a San Juan, el patrono de la Orden, su interior se viste de barroco, con frescos y relieves que narran historias de fe y sacrificio, como un eco del alma de quienes se han entregado a la causa. Para los cristianos, San Juan Bautista representa el precursor de Cristo, el mensajero que anunció la llegada del Salvador y el símbolo de la penitencia y la conversión, recordándonos la importancia del arrepentimiento en el camino hacia la redención. Aquí, cada detalle es un susurro de devoción, un homenaje a la luz que guía a los caballeros en su búsqueda de servicio. En este sagrado refugio, el fervor de la historia y la espiritualidad se entrelazan, creando un espacio donde lo divino y lo humano se abrazan en un eterno canto de amor y honor.

 Cada rincón del palacio refleja la alquimia de la vida, una danza de opuestos que recuerda la unión de fuego y agua, tierra y aire, en un sublime equilibrio. Aquí, el amor se convierte en una ceremonia de transformación, un matrimonio químico donde dos almas se entrelazan, fusionándose en un elixir eterno que desafía la fragilidad del tiempo. En este altar de la alquimia, las promesas son más que palabras; son la esencia misma de la vida, forjadas en el fuego de la pasión y la devoción. Así, el palacio no es solo una obra maestra de la arquitectura, sino un recordatorio de que, en el crisol del amor, hallamos la verdadera grandeza de nuestra humanidad.

[1] "At aktula" (את עקטולה) para expresar "Estás loquita" de manera afectuosa. 


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