El espejo de San Telmo

 

"Hay espejos que son más que reflejos. Hay noches en que el tiempo se pliega y nos permite cruzar a esos mundos donde el amor nunca muere. Este es un cuento de sombras y reencuentros, de una ciudad que nunca duerme y de una biblioteca donde los susurros aún resuenan. ¿Te atreves a mirar más allá del cristal?"

    El espejo de su tocador tenía una pátina antigua, un velo de polvo y tiempo que le confería un aire de reliquia. María, absorta en la rutina de cada noche, deslizaba el cepillo por su cabello mientras la memoria la desgarraba con imágenes de él. Su risa, su voz, la forma en que pronunciaba su nombre con ese acento porteño que aún se le anudaba en la garganta.

    Era imposible. No debía seguir buscándolo en los reflejos. Y sin embargo, aquella noche era distinta. Desde que su madre había muerto, un desamparo oscuro la envolvía. Se sentía sola, incomprendida, como si el mundo hubiera girado y ella hubiese quedado atrás, atrapada en una tristeza sin salida. Se dejó caer en la silla frente al espejo y suspiró.

    Entonces, el aire cambió. Algo en el reflejo se agitó como una onda en el agua. No había lámpara de noche, ni cortinas de lino. Había ventanas altas con postigos de madera, un suelo de parquet gastado y el resplandor de un farol de hierro iluminando la estancia.

    El aroma a papel viejo, a libros encuadernados en cuero y cera de vela llenó sus sentidos. Y allí, entre estanterías interminables y escaleras en espiral, estaba él. Siempre había estado allí, atrapado en la Biblioteca de los Mil Espejos desde el día en que murió. Llamándola en sueños, en susurros en el viento, en reflejos en los charcos de lluvia. Pero nunca había podido cruzar. Hasta ahora.

—María... —su voz emergió del reflejo, trémula, intensa.

    Ella giró la cabeza, pero su habitación había desaparecido. Ya no era una mujer de luto peinándose antes de dormir; era la María de entonces, la de los labios rojos y el deseo intacto, la que aún podía creer que el tiempo no era una condena.

—Sabía que ibas a encontrarme —dijo Ariel, con esa voz suya que era un refugio y un abismo.

    Ella sintió el temblor en su pecho y supo que no debía preguntar cómo, por qué, hasta cuándo. Solo importaba que estaba ahí.

Dio un paso. Luego otro. La madera crujió bajo sus pies.

—He cruzado el espejo —susurró, más para sí misma que para él.

    Él dejó la copa sobre una mesa de roble antiguo y avanzó hacia ella. Su mano, cálida, le rozó la mejilla. No era un fantasma. No era una alucinación. Sus labios descendieron sobre los suyos con la certeza de quien sabe que el tiempo puede doblarse como una página leída a medias.

    Aferrándose a su cintura, la atrajo hacia la penumbra. Afuera, Buenos Aires seguía latiendo. El bandoneón de una milonga perdida se deslizaba por las calles de adoquines.

María no volvió a mirar atrás.

El espejo, testigo de su fuga, se cerró tras ella.


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