1988: Así conocí a Ariel
Fue justo, en el primer embiste de la vida, cuando la tierra tembló bajo mis pies: mi padre pidió el divorcio y el mundo se desmoronó con la lentitud implacable de una tragedia griega. Para una hija única, mimada por un hogar que creía inquebrantable, aquello fue un naufragio en aguas sin nombre. Y en medio del vendaval, vino el azar a vestirse de destino: mi primer empleo.
Yo había dejado a mitad de curso las monjas y estudiaba Secretariado en el Tomillo, aún era alumna, iba solo para acompañar. Asi fui a una entrevista de trabajo, simplemente como acompañante, al polígono de Vallecas. Nadie nos dijo que aquellos hombres, amos de la empresa, eran extranjeros, judíos errantes con la fortuna dispersa entre Israel, Argentina, Suiza, Francia, Estados Unidos. Samuel, el dueño de todo, tenía la última palabra. Levantó una ceja y, contra la opinión de su socio y del gerente, me eligió a mí. “Nos quedamos con Mercy”, dijo entre risas. Meses después, Ariel me confesaría el origen de aquel apodo: así llaman a los Mercedes en Argentina, los coches predilectos de su padre. Y que su padre lo había hecho por las miradas que me había echado su hijo quien normalmente, nada le llamaba la atención y mis respuestas inteligentes.
Samuel era un verdadero mensch, ese término yiddish que nombra a quienes llevan en la piel la empresa, la dignidad, el honor y la compasión. Su humor era afilado, lleno de retranca. Me habló de Auschwitz con la misma voz con que alguien recuerda una pesadilla de la que nunca se despierta. Me mostró el número tatuado en su muñeca, que al crecer se había desplazado, diluido con los años. Me dijo que, con cinco años, limpiaba las chimeneas de los crematorios. Sus ojos reflejaban el fuego de aquellos hornos donde vio entrar a su madre, a sus hermanas, a su padre y a sus hermanos. Solo él y su primo Joseph sobrevivieron. Aunque desde que fueron liberados a todos dijeron que eran hermanos, para que no les separaran.
En ese mundo hecho de de renuncias y escasez, en que se había convertido mi vida... entró Ariel, como una brisa imprevista. Un chico de veinte años, apenas dos más que yo, pero con mirada de anciano y niño a la vez, que había crecido en un kibutz socialista en los Altos del Golán. Estaba a las puertas del servicio militar, esa sombra que lo perseguía en cada conversación. Con su acento argentino trenzado de otras latitudes, decía: “Carajo, yo no puedo apuntar a un niño, ni siquiera a un adulto que solo defiende su hogar”. Estaba clara su posición sobre el tema palestino.
Nos cruzábamos en la oficina, en los pasillos donde el tiempo vibraba entre la máquina de escribir y el aroma a croissants y magdalenas recién empaquetadas. Nos mirábamos de reojo, con la urgencia de quien teme que el universo le arrebate lo que apenas ha descubierto. Un día, Samuel se durmió en la silla y su rostro se contrajo en un espasmo de pesadillas. Sin decir palabra, Ariel tomó una manta del coche, yo le puse un cojín. En el roce accidental de nuestras manos hubo un estremecimiento, una pausa en la corriente del tiempo. “Mejor así, gracias”, dijo en voz baja. “De nada”, susurré, sintiendo cómo la electricidad viajaba por mis venas.
Su madre, Ruth, llegaba cada quince días. Tenía un rostro aniñado que desafiaba los años. Había sobrevivido a la guerra escondida en la casa de un sacerdote, junto a su hermana y un niño huérfano de los disparos en la calle. Me confió la salud de Samuel, su insulina, la vigilancia de su dieta. Y luego estaba Hugo, el gerente, un hombre de teatro que hablaba con proverbios hebreos y refranes castellanos, y un acento argentino que con aquel inmenso bigote negro,me recordaba un trovador de hacía siglos. Hugo presumía de haber hecho cine en España y en Argentina, gracias a su amigo Hector Alterio.
Roberto, el socio de Samuel, era la sombra en aquel cuadro. Su esposa, a quien apodé “La Vicuña” por su porte altivo, nos miraba como si fuéramos aire, menos que nada. Roberto era un misterio, hasta que un día, como quien deja caer una ficha en un rompecabezas, supe la verdad: Era un exnazi, enredado en las redes de Samuel, atrapado en un juego de espías y memorias rotas, buscando viejos fantasmas entre las calles de Europa.
La segunda vez que Ariel me habló, lo hizo con un guiño de complicidad: “Este viejo cascarrabias… cuando le sube el azúcar es peor que un niño”. Me dio un número. “Si se pasa de dulce de leche, llámame. Yo le regaño”.
Se reía de todo, Ariel. Podía tener un yate, casas en medio mundo, relojes de oro que marcaban todas las horas que no importaban, pero se quitaba los zapatos al entrar a la oficina, se ponía pantuflas negras como las de mi madre. Caminaba descalzo entre los papeles, entre la historia y el polvo de la memoria.
Quizá por eso me enamoré. Porque, en medio de aquel mosaico de tragedia y fortuna, entre nombres tatuados en la piel y relojes que medían los latidos de la ausencia, él era la única verdad que parecía no desmoronarse bajo mis pies.
Para una española, resultaba extraña la forma en que Samuel concebía una empresa: para él, éramos una gran familia. Creo que es uno de los pocos verdaderos socialistas que he conocido. Le gustaba hablar con los empleados casi a diario, saber de sus problemas. Decía que un empleado feliz trabaja por dos o tres infelices. "Si los empleados están bien y motivados, la empresa va bien; si no, al carajo nos vamos todos". Sí, así era Samuel. Exigente, incansable, pero también justo y generoso. Trabajaba más que nadie, estableciendo un ejemplo imposible de ignorar. No solo pagaba bien, sino que se aseguraba de que hasta el más joven recibiera un sueldo digno y que las horas de trabajo y descanso fueran sagradas. Si hacíamos horas extra, las pagaba sin regateos.
Cada 1 de mayo, Samuel llegaba a la empresa con corderos, que asábamos en las planchas de los bollos, celebrando juntos, en la nave, nuestra dedicación. Luego entregaba bolsas, que había ido llenando en sus viajes para revisar sus otras empresas en Argentina, Israel y Suiza. así que en la bolsa no faltaba una botella de vino “Yayin “y otra con “Kidush” o por lo menos kosher de Ribadavia o Rioja. Bombones de pralinés de Kailler y Luxemburgerli (macarons) y bombones artesanales, de Sprüngli, la pastelería más emblemática de Suiza… macarons de pistacho y frambuesa de Ladurée en Paris (no sabría decir cuales estaban más ricos), Fudges de Fortnum &Mason, en Londres, y como no Dulce de Leche de Havanna y Alfajores de maicena de la Poesía, en el corazón del barrio de San Telmo, junto a sus pastelitos de batata y membrillo o su torta Rogel. Dios mío yo que soy más golosa que era él, aun tiemblo de la gula. Recuerdo el día que fui probando todo lo de la bolsa que no era poco, Ariel, no dejaba de mirarme, y ponerse rojo, en la nave y tragar saliva. Su madre, Ruth que había venido desde Israel, donde era arqueóloga, me miraban raro y a él también.
Cuando subí a la oficina para recoger mis cosas y marcharme a casa, Samuel me entregó otra bolsa mientras llamaba a un taxi. Era el 1º de mayo del 87 cuando, justo antes de irme, me tendió una bolsa de pasteles, un regalo exclusivo solo para mí, cortesía de su hijo Ariel. Sonriendo, comentó con ironía: «Y no es habitual en él regalar pasteles». Aquel gesto, nacido de la gratitud de Ariel y su madre por mi dedicación al cuidado de su padre, me pasó desapercibido en su verdadero significado. En mi inocencia, no comprendí que detrás de él se ocultaba algo más que un simple agradecimiento: una complicidad silenciosa que solo lograría descifrar semanas después. En aquella preciosa bolsa, decorada con elegantes letras en árabe, brillaba el tesoro de Zalatimo Sweets, la pastelería más célebre y lujosa de la Jerusalén musulmana. No pasaría mucho tiempo antes de que yo misma cruzara sus puertas, adentrándome en aquel templo de la repostería más exquisita del mundo.
Fundada
en 1860 y escondida entre los callejones de la Ciudad Vieja, cerca de la Puerta
de Damasco, Zalatimo era conocida por su exclusivo mutabbaq, una fina masa
dorada rellena de pistachos, queso o nueces, donde cada bocado se deshacía en
la boca con una dulzura sutil, un toque de almíbar y un perfume ligero de agua
de rosas. La bolsa además contenía baklava de crujiente filo, knafeh empapado en
almíbar y con un suave queso en el centro, y ma'amoul, esas delicadas galletas
rellenas de pasta de dátiles y nueces que se desmoronaban al tacto.
Zalatimo no ofrecía solo dulces, sino una experiencia donde la tradición y el sabor se entrelazaban en cada pieza, como si la historia misma de la ciudad se disolviera, lenta y sutilmente, en el paladar. La preocupación de Ariel por los horarios y la insulina de su padre era palpable; cada gesto de aquel muchacho, a pesar de su juventud, estaba impregnado de amor y responsabilidad.
Aquella bolsa no solo contenía delicias, sino también fragmentos de una historia familiar, un lazo entre generaciones que encontraba su cauce en la dulcería ancestral de Jerusalén. Yo ignoraba entonces que, apenas un año después, Ariel se convertiría en mi marido, pero cada dulce compartido parecía bordar, con hebras invisibles, el tapiz de nuestras vidas entrelazadas.
No tenía hermanos, y en mi adolescencia apenas había tratado con chicos, salvo en aquellas Semanas Santas en las que fui invitada al chalé de Los Alcázares (Murcia) por la familia de mi amiga Elvis. Nos encantaba bailar al ritmo de la música de finales de los 80 y principios de los 90, en El Búho, la discoteca del pueblo. Por aquel entonces, aún existían las sesiones de tarde, que comenzaban a las cinco y terminaban a las nueve. Varios chicos intentaron acercarse, pero su conversación me aburría y escapaba a la pista, buscando la música como refugio.
Después de aquello, mi amiga y yo quisimos formar un grupo musical, y fue entonces cuando conocí a Manolo. Al principio, pensé que me hacía tilín, pero con el tiempo comprendí que lo que sentía era algo más filial, una familiaridad que me recordaba a mi madre, incluso en su forma de dar consejos.
Ari
no era demasiado guapo, aunque recientemente, al ver una foto, mis amigas me
dijeron literalmente: «¡Tía, estaba cañón!», bueno si… era guapo y tenía el
cuerpo atlético de un deportista. Era su mirada y esa medio sonrisa que lanzaba
de vez en cuando, la que me intrigaba. Se notaba el brillo de la inteligencia y
la calidez de su alma. De repente, podía romper en carcajadas que llenaban la
habitación. Hacía lo que quería con la voz: podía ponerla grave, como Facundo
Cabral, y hacer retumbar el cuarto, o tornarla melosa y dulce, como la de un
adolescente. Su padre lo decía: «Desde muy niño ha tenido una profundidad de
pensamiento y una vista de lince que superaban a muchos adultos, y cuantos más
años cumple, más se acrecienta esa sabiduría. Sería un gran rabino, pero es
demasiado rebelde, este boludo».
Al día siguiente, Ariel apareció
en la oficina con una guitarra. Cuando todos se marcharon a almorzar, yo me
quedé; no tenía coche para escaparme de la nave industrial, y tampoco me
atrevía a pedir a alguien que me acercara a las cafeterías del polígono de
Vallecas, que entonces no era más que un páramo lúgubre, acechado por las
sombras de la Celsa, un verdadero cementerio de muertos vivientes de ojos
hundidos y rostros perdidos por la heroína, capaces de acuchillarte por el
precio de una dosis.
Con voz casi entrecortada, le
respondí que me encantaba la música y que había intentado formar un grupo,
tocar el teclado... Él me miró, curioso, y preguntó: «¿Y no cantás? Tenés una
voz preciosa; ayer te oí tararear algo mientras imprimías etiquetas».
Continuó diciendo que le
gustaban todos los tipos de música, que dependía de su ánimo, que no entendía
de etiquetas ni de límites, ni en la música ni en nada. «Eso me pasa a mí»,
respondí casi sin pensar.
Entonces, se calló, tocó unas
notas, me miró y preguntó: «¿Tenés novio ahora?». «¿Ahora?», respondí yo,
sorprendida. «Nunca he tenido; no he salido con nadie».
«¿En serio?», murmuró,
incrédulo. «Qué raro... Sos muy guapa. Verdaderamente guapa. Creo que la chica
más guapa que he conocido». Soltó una risa nerviosa y añadió: «Los españoles
están en cualquiera si no intentaron salir con vos». Y luego, como si pensara
en voz alta, exclamó: «Elohim,[1] ¿Cómo he podido decir esto
en voz alta?».
—¿Y
tú has tenido novia? —pregunté.
—Soy
independiente desde los 13. Estuve unos meses con una chica más grande que yo,
con 14 años, pero nada... Y hace un año mi padre intentó emparejarme con la
hija de un amigo, pero no. Libre y soltero, ¿quieres ligar conmigo?
—No,
era por devolverte la pregunta. ¿Tú quieres ligar conmigo?
—¡Oh,
no! Pero te apetece que vayamos a comer a la cafetería. Aún no has probado lo
de la tartera y aquí solo hay dulces y bollos. —¿כּוּלָם מְשֻׁגָּעִים! מי לא רוצה
לצאת עם מלאך כזה שבוהק ככה? (¡Kulam meshuga'im! ¿Mi lo rotzeh latzet im malach
kaze shebohak kacha?[2]) —exclamó Ariel,
sonriendo.
Intento recoger un poco y salir
para la calle con él. Hay un coche alquilado de los años 90, un Ford Fiesta, un
clásico de esa época.
—Disculpame,
Meri, pero siempre acabo hablando en hebreo. ¡Es que me sale solo! Procuraré
hacerlo, pero no creo que pueda. ¡En hebreo meto frases en español, incluso
palabras en inglés!
[1] Elohim"
en hebreo coloquial puede usarse de forma parecida a como en español se usa
"¡Dios mío!". Aunque literalmente significa "Dios" en
plural, en contexto se usa para expresar sorpresa o énfasis, como una reacción
espontánea
[2] La frase
en hebreo dice: "¡Todos están locos! ¿Quién no querría salir con un ángel
que brilla así?".
Comentarios
Publicar un comentario