El destino, la libertad... y un café con medias lunas (Diario de Ariel, otoño de 1988)


París, Otoño de 1988

El destino, la libertad... y un café con medias lunas


Me despierto con el primer bostezo dorado de la luz en la habitación.

María duerme aún, su cabello derramado como hilos de miel sobre la almohada.
Le dejo un beso leve en la frente —promesa muda de volver— y salgo a tientas del apartamento.

El edificio donde vivimos es una joya vieja en Rue de l’Université, uno de esos lugares que respiran historia por las paredes descascaradas y los balcones de hierro forjado. Desde la ventana del salón se ve, majestuosa, la Torre Eiffel, como un dios antiguo asomándose entre las cortinas de niebla de la mañana.

La calle huele a pan recién horneado y a tierra mojada. Bajo por la escalera en espiral, saludando al conserje medio dormido, y atravieso la acera cubierta de hojas.
No tengo prisa. Aunque mi padre insiste en que el tiempo es oro, yo sé que el tiempo es un charco donde nos miramos de vez en cuando.

Subo al autobús 42, que me lleva hasta Rue Saint-Dominique. Podría tomar el metro, pero prefiero ver París desperezándose, los cafés montando las primeras mesas, las floristas rociando con agua fría las dalias y los crisantemos.

María me llama justo cuando bajo del bus. Su voz tiene ese calor que no admite excusas. Sonrío. Cambio de rumbo.

La cafetería es un rincón de toda la vida, de esos que no salen en las postales. "Café Constant", pequeño, cálido, con una terraza minúscula custodiada por macetas viejas y sillas de mimbre torcidas por el uso. Allí, los parisinos leen "Le Monde" entre sorbos de espresso y murmullos.

Entro como buen argentino, pidiéndole a la vida todo de una vez.
Bonjour, un café au lait, deux croissants... et un jus d'orange, s'il vous plaît —digo en mi francés con acento de arrabal, sonriendo ancho.

Por supuesto, no puedo evitar mirar a la camarera.
Una mujer de unos cincuenta años, con el cabello recogido en un moño desordenado y los ojos más vivos que vi en semanas, aparte de los de mi María. Me lanza una sonrisa profesional, curtida de mil amaneceres sirviendo café.

Le guiño un ojo, apenas un segundo, como quien rinde homenaje. Ella se ríe, negando con la cabeza. Me trae el pedido con una servilleta de más, como quien dice te vi, poeta, pero sigamos jugando a que no.

Me siento en la terraza, envuelto en esa música de platos, risas y hojas crujientes.
Y mientras mojo la "medialuna" en el café —porque para mí los croissants serán siempre medialunas, no importa cuán francesa sea la mañana— pienso que tal vez María tenga razón:


Quizá somos sólo un sueño.
Quizá ser libres es aprender a saborear cada bocado sabiendo que no tenemos ninguna eternidad prometida.
Sólo este instante.
Sólo esta risa compartida con una camarera anónima.
Sólo este octubre que se deshace en soles tibios y promesas que no hacen falta nombrar.

La vida es este café humeante, esta media luna que se resiste a ser otra cosa, esta nostalgia dulce que sabe que todo, todo, es prestado...
Y que aún así vale la pena amarlo.

El aroma del café llena el aire. María y yo estamos allí, sumergidos en una conversación que, sin darnos cuenta, empieza a marcar la pauta de lo que estamos viviendo. Afuera, el sonido lejano de las hojas cayendo sobre el pavimento se mezcla con el murmullo tibio de la cafetería. Las medias lunas —o croissants, como les dicen aquí— siguen siendo la dulce complicidad de una mañana que parece suspendida en otro tiempo.

—¿Alguna vez te has preguntado, Ariel, si realmente estamos viviendo o si esto es solo una gran pantalla? —me dice María, casi en un susurro, mientras hojea un librito que ha encontrado en el fondo de su bolso. Tiene esa mirada suya, la de cuando algo adentro no se conforma.

No respondo enseguida. Dejo que la pregunta flote un rato entre nosotros. Miro las sombras largas que proyectan los edificios sobre la calle.

—Lo he pensado muchas veces —le digo al fin—. Y es curioso, porque todo lo que vemos, todo lo que nos imponen... nos da la sensación de que estamos viviendo. Pero en realidad, María, estamos siendo vividos. Como piezas de un ajedrez que no entiende las reglas.

Ella frunce el ceño, buscando algo más.

—¿Como una especie de ilusiones? —pregunta, bajito.

—Más que ilusiones... manipulación —respondo, mientras acaricio distraídamente la taza caliente entre las manos—. El mundo nos vende la idea de libertad. Pero la verdadera libertad... casi nadie la ha visto. Nos dan la libertad de consumir, de desear, de decir lo permitido. Todo dentro de un mismo círculo.

—¿Un ciclo del que no podemos salir? —me interrumpe, su voz un poco más intensa.

—Sí podemos salir, mi amor. Pero hay que despertar —le digo, y en mi mente resuena Galeano: “Los poderosos son poderosos porque nosotros estamos divididos, distraídos, dormidos...”

Se queda callada, dejando que el vapor del café le acaricie el rostro. Yo sigo, porque siento que si no lo digo ahora, algo se perderá.

—Nos necesitan distraídos. La televisión, la radio, los medios... son nuestros hermanos mayores. Nos dicen qué pensar, qué ver, qué sentir. Nunca de forma directa, claro, pero siempre están ahí, mirando. Midiendo nuestros deseos, nuestros miedos.

María toma un sorbo de su café, pensativa.

—En un mundo así... ¿qué nos queda, Ariel? ¿Qué podemos hacer?

La miro y sonrío, porque su pregunta, aunque parezca frágil, lleva dentro la semilla de todas las revoluciones.

—Nos queda despertar —le digo—. Buscar la grieta en el muro, como en Un Mundo Feliz. Nos vendieron la felicidad como una droga... pero la verdadera libertad está en la incomodidad, en atreverse a pensar y sentir diferente.

Sus ojos brillan, como si un hilo de esperanza se colara entre las rendijas.

—¿Y los rebeldes? —pregunta.

—Los rebeldes siempre estarán —le contesto, sin dudar—. Desde los gnósticos hasta Orwell y Huxley. Siempre ha habido almas libres que no pudieron ser domesticadas. La resistencia nunca muere.

Ella asiente despacito. Se queda un momento en silencio, como quien abraza una certeza nueva.

—Entonces... no todo está perdido, ¿verdad?

—No, mi amor. Mientras haya conciencia, mientras haya alguien que se atreva a sentir, a pensar por sí mismo, la luz no se apaga.

Justo en ese instante, la camarera se acerca de nuevo, trayendo una sonrisa y el café recién hecho. Yo, que no puedo evitar ser un descarado, le lanzo un piropo con mi acento de arrabal:

—Merci, mademoiselle —le digo, sonriendo—. Est-ce que tu es toujours aussi belle ou seulement aujourd'hui?

Ella se ríe, divertida:

Vous allez rendre ma journée encore plus belle, monsieur, mais seulement parce qu’aujourd’hui le soleil brille sur Paris. Que puis-je demander de plus ?

María se ríe, divertida, y con esa mezcla suya de ternura y picardía me mira:

—¡Ay, Ariel! No me digas que vas a conquistar a la camarera de esta manera... ¿Qué será de tu reputación de intelectual rebelde si sigues flirteando con cada mujer que se cruce en tu camino?

Yo levanto la taza en gesto de brindis, riendo.

—Es solo un poquito de complicidad... —le guiño un ojo—. Y ya sabes: las mujeres tienen el verdadero poder de hacer que el mundo gire.

María ríe bajito, esa risa que adoro, esa risa que limpia todo.

Bajo la mesa, roza su pierna con la mía. Se acerca, su voz se vuelve un susurro que me eriza:

—Esta noche, te vas a quedar sin cogerme, Ariel. Aunque corras por el cuarto, saltando de cama en cama, buscando atraparme... no me dejaré pillar.

La miro, mordiendo una sonrisa, sintiendo el fuego dulce que sólo ella sabe encender.

París sigue girando afuera. Pero aquí, en esta pequeña terraza, entre cafés, medias lunas y revoluciones silenciosas, el tiempo se ha rendido ante nosotros.


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