"Mayo de 1988: memoria de una jupá bajo las estrellas" (La boda de Ariel y María)
Las semanas se sucedían con la misma cadencia misteriosa con que lo hacen los presagios. Y, como cada año, mayo llegó. No anunciaba primavera: traía destino.
Ari ya sabía que en septiembre comenzaría el servicio militar. Y fue entonces, sin prisa, con esa dulzura suya que nunca parecía del todo terrenal, que empezamos a hablar de casarnos.
Primero con mi madre. Ella solo dijo: —Veo tanta luz ahora mismo, que no podría decir no.
Luego con sus padres. La sorpresa fue breve, casi nula. Como si, en el fondo, todos lo hubieran intuido desde el inicio.
—¿Y cuándo queréis hacerlo? —preguntó Samuel, sin levantar apenas la ceja.
—En dos semanas. Podríamos hacerlo solos… pero preferiríamos que los más cercanos estén presentes. Raquel ya lo sabe y ha confirmado: vendrá a España, a Portugal, a Israel o a donde haga falta.
Ruth, su madre, tomó la palabra con esa mezcla de ironía y amor resignado: —Tu hermana ya lo sabe, su madre también… Nosotros, los últimos, como siempre. Ese es mi Ari.
Y sin darnos tiempo a responder, resolvió: —Quedaos aquí, que nosotros preparamos todo en Tel Aviv. El miércoles vuelo. Que tu padre venga la semana que viene. ¿Tienes vestido? Ari, llévala a París, que se lo hagan… En cuanto lo tenga, os venís a casa.
Lo que Ruth no sabía es que Raquel ya había puesto a funcionar su red de hadas madrileñas. Teníamos cita en el taller de Manuel Pertegaz, en la calle Jorge Juan, en pleno barrio de Salamanca. Allí donde se habían vestido mujeres como Aline Griffith, Carmen Franco, la reina Sofía, Ana Belén…
Raquel venía de camino para acompañarme.
En una semana, la empresa estaba en manos del gerente, sus padres en Israel y nosotros en Madrid. Él quería que conociera París en la luna de miel, así que no fuimos allí a buscar vestido.
Una tarde, paseando por el parque del Príncipe Anglona, con el vestido casi terminado, nos sentamos rodeados de rosas. Yo me sinceré. Aún no habíamos sido una sola carne. Nuestra demostración física se había quedado en besos y abrazos. De pronto, él interrumpía diciendo que había oído el teléfono o un pitido… excusas suaves, pero constantes.
—Ari, ¿te acuerdas de la noche del velero en Israel? Te pedí ir despacio… luego aquello tan fuerte que me pasó cuando me enseñabas a meditar. Me ha pasado más veces. Mi cuerpo se agita, se calienta hasta sudar, y luego se vuelve fluido, como si una fuerza poderosa se entrelazara con mis chakras. Siento que el cielo y la tierra se conectan a través de mí, y me duermo viéndome en tu cama. Me imagino que estás ahí, mirando mi foto en un marco plateado. Fui a tu cuarto y, para mi sorpresa… ahí estaba.
—No te preocupes —me dijo—, es Shakti que se está desenroscando y empieza a ascender.
—Es rarísimo. Me veo contigo en lugares distintos… y soy sanadora, bruja, mística, sacerdotisa. Es como si hubieras abierto la puerta de una cripta sellada. Sensaciones desagradables y liberadoras a la vez.
—Mi amor, en unos días todo se irá normalizando.
—Ari… me gustaría hacerlo.
—Unos días más. Hagámoslo bien. Yo también tengo ganas de hacer el amor contigo. Pero ahora no hablas tú: habla tu Shakti.
Hombre, mujer y Dios. El momento en que dos almas que fueron una se reúnen para vivir en comunión. En los años 80, la comunidad judía en Israel aún mantenía firmes las expectativas sobre la virginidad femenina, símbolo de pureza y devoción. La boda no era solo la unión de dos personas, sino un acto de fe y de continuidad.
Recuerdo cada detalle del día en el chalé blanco de dos plantas de mis suegros, en Ramat Aviv. Una estructura imponente que parecía guardar dentro de sus muros toda la historia y respeto de nuestras familias. Los invitados llenaban los jardines delanteros, donde el aire cálido de Tel Aviv y el aroma de las flores se mezclaban con la música. Mientras me preparaba para caminar hacia la jupá, observé las paredes blancas y el cielo limpio, sintiendo cómo la emoción y la solemnidad me envolvían.
La ceremonia comenzó al anochecer. La jupá, sostenida por cuatro columnas, simbolizaba la protección y el hogar. Sin paredes, abierta al mundo. Al entrar bajo ella, mi corazón latía rápido. Ari rompió una copa de cristal con el pie derecho: fin de la vida pasada, esperanza del futuro.
Y entonces vino el anillo. No era un aro simple, sino una joya familiar antiquísima que su madre me entregó con los ojos húmedos y la voz contenida. Un anillo de oro muy antiguo, con un zafiro central y pequeños diamantes, flanqueado por una ornamentación tan rica como simbólica: un escudo con dos espadas cruzadas —como una cruz de San Andrés—, dos flores de lis a los lados y, en el centro, un medio sol naciente. Aquel anillo había pasado de generación en generación, y ahora era mío. Un símbolo vivo de fuerza, belleza y linaje.
Entre la familia, sentí que cada palabra y cada gesto nos anclaban en la fe y la herencia. Tras el beso bajo la jupá, rompimos juntos el tánaj, un plato de porcelana. Las astillas volaron. Como símbolo de que nuestra unión, única, no podía volver atrás. Nuestras madres recogieron trozos, como quien recoge una memoria para guardarla siempre.
Y entonces vino la hora. El círculo, la música, las sillas elevándonos entre risas y euforia. Girábamos como giran las estrellas, como si el universo conspirara para lanzarnos juntos hacia el destino. Al caer la noche, nos escabullimos entre sombras. En el coche, nuestras manos unidas. Éramos uno. Y el mundo nos esperaba.
Desaparecimos. Nos fuimos al velero, y aquella noche dejé de ser una niña. Dormimos allí... aunque en realidad, no dormimos. Quedamos atrapados en la pasión contenida durante meses, como si el tiempo se hubiera detenido para abrirnos la puerta de lo sagrado.
Lo que voy a decir puede parecer exagerado, pero una mujer que reconoce lo sagrado en su sexualidad deja de ser un cuerpo y un alma que se ahogan, para convertirse en un manantial de vida. Su cuerpo se convierte en canal de dones espirituales.
Es desgarrador cómo se ha despojado a la sexualidad de su sentido más profundo. Cómo se ha profanado la unión del divino masculino y femenino, cómo se ha reducido el acto más sagrado a mercancía vulgar. Se ha banalizado especialmente lo femenino, arrebatándonos el misterio y relegando nuestro cuerpo a simple objeto de deseo.
En la antigüedad se sabía: la sexualidad es un portal hacia la sabiduría. Compartir el cuerpo es compartir la esencia. Es acceder a una verdad que no se puede alcanzar por otros medios.
La espiritualidad femenina, más que la masculina, pasa por el cuerpo. Cuando una mujer se entrega desde el amor, sin ego ni interés, descubre que es fuente, que es tierra, que es vida. Se convierte en puente entre los ciclos sagrados de la naturaleza y el cosmos. La vida salvaje y apasionada fluye dentro de ella y desde ella. Entonces, la mujer se convierte en sacerdotisa. Bendice con su sola presencia. Irradia una belleza que no entiende de tallas, ni edades, ni formas.
Cuando descubre que el amor está en ella —que ella misma es el amor—, deja de buscar fuera. Y es ella quien enseña al hombre a amar abiertamente, a transformar su conciencia a través del acto amoroso. Porque la mujer es el Grial, el receptáculo del universo, y en su vientre contiene el cosmos.
Desde su útero vacío, se conecta con el vacío universal donde nace la creación. La mujer que escucha su útero accede a la sabiduría primordial.
El hombre lo intuye desde niño. Si está despierto, si se entrega con presencia, puede alcanzar a través de su compañera el conocimiento universal que tanto busca. Cuando dos seres se aman sagradamente, cuando se han reencontrado con sus divinos respectivos, el amor físico se convierte en una oración. Cada encuentro es una danza mágica que abre portales a lo sagrado.
Y solo hay un requerimiento: que la mujer deje de soñar con el amor y lo encarne, que lo viva, porque ella es ese amor.
Curiosamente, el hombre suele ver antes la divinidad en nosotras de lo que nosotras la sentimos. Tal vez porque se nos ha enseñado a temer nuestros ciclos, a avergonzarnos de la sangre, a esconder el pecho que alimenta la vida. Nos han convencido de que el cuerpo perfecto es el único deseable, que lo instintivo vale más que lo profundo.
Ariel me enseñó que hay que desnudarse ante la tierra, entrar al mar, tocar el barro. Sentir su olor. Me dijo una vez: "No hay nada más erótico que una mujer fundida con la naturaleza, conectada con su divinidad."
Estamos hechas para que la vida nazca a través de nos nosotras. Pero se nos convence de que debemos impedirlo. Nos quieren desconectadas, frías, "empoderadas" con un disfraz que solo apaga nuestra magia. Están apagando el fuego de nuestros vientres. Cerrando nuestro útero-caldero. Y jamás se ha vendido una estafa más grande que el feminismo sin alma.
Hay un instante en que el sexo deja de ser instinto. Y se convierte en revelación mística.
¿Por qué ocurre esto? Porque la mujer posee tres calderos: el útero, el corazón y la chispa divina. El primero guarda el fuego de la Tierra, la sabiduría antigua. Ese fuego despierta al corazón. Y el corazón eleva el alma.
Nuestra mente nunca alcanzará a comprender el misterio de Dios, de la Fuente. Pero podemos experimentarlo: danzando, amando, pariendo, cantando. Cuando una mujer es feliz, algo en ella brilla. Emanan sus ancestras. Su linaje canta en su piel.
Una mujer que se ama no deja que su fuego se apague.
¿Se puede hablar de sexo, en un libro espiritual? Si, porque no hay nada más limpio que el amor encarnado. Solo en Occidente se ha convertido en tabú, en pecado.
Otra cosa que aprendí con Ariel: cuando cantábamos juntos y me bajaba la regla, era que la voz se volvía más grave. "El cérvix se abre," me decía. "Y si abrís la garganta, abrís el cérvix." Por eso parimos gritando. Por eso gemimos cuando amamos bien.
La música también nos unía. No solo en el gusto —siempre abierto, sin prejuicios— sino en la creación. Componíamos, tarareábamos. Para él, la música era medicina. No buscaba fama, le repelía. Pero el piano o la guitarra eran su refugio.
Y el mío, él.
Hubo una segunda boda católica, en Buenos Aires...pero esa es otra historia como hubiera dicho Michael Ende.
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María despierta en el yate, las primeras luces del amanecer acarician su rostro mientras, sobre la almohada, encuentra una carta acompañada de una rosa roja. Al abrirla, lee las palabras de Ariel, y una sonrisa dulce se asoma a sus labios.
Mientras tanto, Ariel está en cubierta, ayudando a los marineros a manejar la pequeña tormenta que se desata sobre las aguas. Pero dentro del yate, todo es calma.
Su amor es la certeza en medio de cualquier tempestad.
Mi amor, mi eterna Tinúviel,
Nos encontramos, por fin, bajo el manto de la luna, navegando , donde el océano se vuelve un reflejo de lo que somos, un amor vasto e inabarcable. En este espacio, donde los dioses callan y solo existen las estrellas y el susurro de nuestras almas, te escribo. Justo ahora, cuando tu perfume se ha quedado en mis labios y en mi piel, cuando la fragancia de nuestra unión es más intensa que cualquier palabra.
Esta carta no es más que un eco, un suspiro, un grito callado que llevo dentro desde el primer instante en que te vi. El instante en que mi vida dejó de tener forma, y todo lo que existió en ese momento fue tú y yo. El momento en que te tomé en mis brazos y la tierra dejó de ser la misma.
No hay palabras que puedan dar cuenta de lo que somos, lo que hemos creado entre nosotros. Un hechizo se ha tejido entre la brisa marina y el fuego que llevamos en nuestro interior, uno que ni el viento puede deshacer. Y aquí, ahora, mientras las olas acarician suavemente el barco, me doy cuenta de que nunca hubo distancia, nunca hubo espera… porque siempre supimos que nos encontraríamos en este rincón del mundo, en este instante eterno.
Después de amarte, después de fundir nuestros cuerpos en un solo ser, no tengo más que estas palabras, que son mi alma desnuda. El amor que me has dado, mi Lúthien, es el mismo amor que los elfos cantan, que los Valar bendicen, el amor que no sabe de tiempo, de espacio, ni de fronteras. Un amor que es tan inmenso, tan profundo, que ni la muerte podría detenerlo.
Me siento como Beren cuando vio por primera vez a Lúthien, pero ahora, ya no es solo un suspiro. Es mi vida, es mi respiración. Tú, mi alma, mi todo. Después de hacer el amor contigo, me siento como un hombre que ha encontrado la llave del universo, esa llave que abre todos los secretos, todos los misterios, y solo me queda este instante para perderme en ti, para entregarte mi cuerpo y mi corazón de nuevo, una y otra vez.
No hay un lugar mejor para declarar mi amor por ti. Porque el mar es testigo, y las estrellas nos abrazan como lo han hecho los dioses desde tiempos inmemoriales. Este es nuestro destino, mi amada, y es un destino que hemos creado juntos, con cada beso, con cada mirada, con cada roce de piel.
Ahora que nos pertenecemos el uno al otro, ahora que somos uno, quiero decirte, mi amor:
Con todo lo que soy y seré,
Ariel
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