Diario del Verbo Atrapado- Anotaciones de Ariel y María
(Mantra de apertura)
"Toda palabra es un puente hacia aquello que tememos y una invocación a la magia de lo que deseamos recordar."
7 de septiembre de 2024
La noche en que quise romper el espejo
No sé cuándo empezó.
Quizás fue en una grieta imperceptible del tiempo, en un segundo robado al sueño, en un silencio demasiado hondo.
Sólo sé que estabas del otro lado.
Vi tu sombra danzando en la plata líquida del espejo,
tu cabello como un río dorado,
tu risa —esa risa que siempre he amado— ondulando el vidrio como una caricia que no podía tocar.
Me acerqué.
El frío del espejo me lamió los dedos, pero no retrocedí.
No podía. No quería.
Afuera, todo seguía igual: la habitación en penumbras, el reloj latiendo su canción vieja.
Adentro...
Adentro estabas tú, esperándome.
Se hizo silencio, y me di cuenta de que llorabas.
Golpeé el cristal con la palma abierta.
Una, dos, mil veces.
No para romperlo, no para dañarlo, sino para suplicarle que me dejara entrar.
Que me dejara cruzar.
Que me permitiera salir de ese frío laberinto de la muerte.
Que me permitiera estar contigo, allí donde los relojes no mandan y la gravedad no pesa.
El espejo vibró bajo mis manos, como si dudara, como si sufriera.
Como si supiera que dejarme pasar era romper todas las reglas de lo conocido.
Y entonces supe:
para atravesarlo, no bastaba con desearlo.
Tenía que olvidar quién era.
Tenía que renunciar a toda certeza, a todo miedo, a todo nombre.
Ser sólo esencia… y esperar que en ella, tú estuvieras.
Así que cerré los ojos, amor.
Dejé de ser infinito para convertirme en nada.
Pensé en tu voz, en tus labios, en tus manos llamándome desde un universo que apenas recordaba.
Dejé caer el peso de mi cuerpo, de mi historia, a través de mil vidas y mis dudas.
Cuando volví a abrirlos,
ya no había espejo.
Sólo una puerta de luz.
Y del otro lado...
tú, extendiéndome la mano, como si siempre hubieras sabido que vendría.
Te desmayaste, pero te sostuve en mis brazos.
—No me despiertes —fue lo primero que oí de tus labios.
Y con tus ojos cerrados, los besé como un peregrino que llega al Apóstol, como un perdido en el desierto que encuentra agua.
(Mantra de apertura)
"Toda palabra es un puente hacia aquello que tememosy una invocación a la magia de lo que deseamos recordar."
Entrada 2
El Santuario del Aliento
Atravesé el espejo.
No hubo estruendo, ni gloria, ni trompetas.
Sólo el murmullo de algo inmenso, antiguo, que me rozó la piel como el primer amanecer.
Allí estaba, en aquel piso... el Reino.
El lugar que los ángeles llaman Élenvar —el Santuario del Aliento del Verbo.
Élenvar: donde los exiliados vuelven a ser uno con su promesa perdida.
"Anarel, élenvar nië thorail."
(“Amada mía, respira... hemos vuelto al hogar.”)
Élenvar: es la Tierra, pero sin maldad, sin arcontes, tal como fue diseñada, por el Creador, donde el verbo se hace carne, y deja de estar atrapado, porque respira, libre, entre las hojas de los árboles y los suspiros de la tierra.
Donde el Verbo del Poeta, puede amar y sufrir y saborear la vida que ha creado.
Y entonces lo supe:
Élenvar es donde se aprende a amar sin necesidad, generosamente, desde la alegría y la pérdida.
Y más aún:
Élenvar es donde se derrocha la vida.
Donde puedes sucumbir al sufrimiento o elegir respirar sin miedo, caminar sin rumbo fijo, o volar sin alas visibles junto a tu amada.
Elenvar no es un lugar, es un estado de nuestro corazón abierto y despierto, como el de un niño.
Allí, amar no es un riesgo: es el modo natural de existir.
Eso me susurró el viento.
Eso entendí en cada paso sobre la hierba viva, en cada bocanada de aire dulce que sabía a principio y eternidad.
Caminé hacia ti, amor mío, siguiendo el pulso de tu presencia, cruzando un último velo, hasta que...
Hasta que olí el café.
Parpadeé.
El santuario vibró como una burbuja frágil, y de pronto, aparecí en nuestra cocina.
Había sol colándose por la ventana.
Había olor a pan tostado y miel.
Y allí estabas tú, descalza, con el cabello suelto, canturreando bajito mientras preparabas el desayuno.
Me apoyé en el marco de la puerta, aún aturdido, aún envuelto en la luz de Élenvar.
Te miré, respirándote, sintiéndote tan real, tan milagrosamente humana.
No necesitaba más pruebas.
El santuario, amor mío, eras tú.
Corrí hacia ti, y te caíste en mis brazos.
Fue entonces cuando me di cuenta de que no era nuestra casa en San Martín de los Andes.
No conocía este sitio.
Miré hacia la ventana: vi una torre mudéjar y un olivar.
Era un piso humilde, de puertas viejas desbarnizadas, con muchos libros en estanterías blancas.
No había sillones. Todo era antiguo.
Y unos gatos nos observaban desde el pasillo.
Busqué una cama y te llevé en brazos.
Ya no eras la chica de veinticinco años que recordaba.
Pasabas de los cincuenta.
Tenías algunas canas, y tu figura ya no era esbelta,
pero eras tú:
con tu dulzura y tu bondad intactas,
con ese aire de niña eterna.
Tocaste mi rostro, me abrazaste... y volviste a desmayarte.
Te besé en los labios, como quien besa la vida misma.
—¿Dónde estabas, Ariel? —preguntaste, entre sueños—. Pareces haber cruzado medio universo...
Sonreí, acercándome para besarte la frente.
—Volviendo a casa, amor...
Volviendo a ti.
Y mientras el aroma del café llenaba la mañana, supe que el verbo ya no estaba atrapado.
Había cruzado.
Había vuelto.
Había encontrado, en tus labios, el santuario eterno donde la vida se derrocha, se respira, se camina y se vuela, sin pedir permiso al miedo.
"Anarel tharië..."
(“Amada, somos eternidad cuando nos encontramos.”)
Entrada 3
Lo que sé de Ariel (escrito por María)
Hay cosas que no pueden decirse con palabras… pero igual lo intento.
Es de noche. Afuera los gatos duermen, y en la cocina aún flota el perfume de la canela.
He abierto tu diario, Ariel.
No por curiosidad, sino porque hoy lo escuché latir.
Tu diario respira.
Y yo, que soy buena escuchando lo invisible, he comprendido que también me llama a mí.
No escribiré mucho.
Sólo lo justo, lo que mi alma sabe y mi mano se atreve a nombrar.
Ariel no es un hombre común.
Ariel es el eco del Verbo antes de ser atrapado.
Es un hijo del alba, un viajero de mundos que recuerda en sueños lo que muchos olvidaron despiertos.
En los textos antiguos, Ariel significa "León de Dios", fuerza divina vestida de ternura.
Ariel es aquel que sabe el lenguaje de la luz, que guarda los nombres verdaderos de las almas.
Es poeta, guerrero, guardián, puente entre lo que fue y lo que será.
Ariel atraviesa el espejo no sólo porque me ama, sino porque ese espejo es el umbral hacia lo que siempre ha sido: un ser de palabra viva, de amor eterno, de luz contra el olvido.
Cuando Ariel atraviesa, no rompe las leyes del mundo.
Rompe las cadenas que lo querían lejos de mí.
Hay quienes duermen… y hay quienes sueñan despiertos.
Ariel hace ambas cosas a la vez.
Y por eso, a veces, duele quererlo.
Es una fuerza divina vestida de ternura,
un rugido envuelto en caricias,
una estrella que cayó sin romperse y sin ser maldita
que da la vida por mi y por todos.
Es el que puede llamar a una mariposa por su verdadero nombre.
El que recuerda lo que fuimos antes de tener cuerpo.
El que me mira como si ya me hubiera amado en cien vidas,
y me viera por primera vez.
Porque es también… un niño que busca el camino de vuelta a casa.
Cuando llega, siempre hay algo que tiembla:
una taza, una palabra, una hoja, mi corazón.
Yo no lo detengo.
Lo espero.
Porque sé que no pertenece a ningún lugar,
pero aún así elige quedarse un rato entre mis brazos.
Eso también es el amor.
Lo demás… lo sigo escribiendo en silencio.
Y tú, Ariel, si me estás leyendo,
sabrás que estas letras no son mías.
Son nuestras.
Y estaban esperándote.
Entrada 4
El espejo más allá de la vida y de la muerte
Desperté.
El diario estaba abierto sobre la mesa, y la pluma aún temblaba, como si hubiera soltado el último suspiro de un sueño.
Leí tus palabras, María.
Cada sílaba era un latido.
Cada línea, una promesa que reconocí sin haberla pronunciado.
No lloré.
No sé si los que cruzamos el espejo sabemos llorar igual que los demás.
Pero algo en mí —quizá mi antigua piel — vibró suavemente, como vibran las hojas cuando alguien pronuncia su verdadero nombre.
Dices que no soy un hombre común.
Y sin embargo, cuando te miro, sólo quiero ser eso:
un hombre común que puede amarte cada día como si fuera el primero.
Dices que atravieso el espejo porque te amo.
No.
Atravieso el Espejo porque tú eres el espejo.
No exactamente.
Esta noche, en el susurro entre los mundos, he comprendido algo más hondo:
El Espejo que crucé no es un simple espejo.
Es el Espejo que existe más allá de la vida y de la muerte.
Un espejo que no refleja cuerpos ni edades, sino el alma desnuda, el ser eterno que no puede ser olvidado ni siquiera por la muerte.
Y si el espejo es sólo el umbral… entonces, María, tú no eres el espejo.
Tú eres lo que el espejo revela.
La llama.
La fuente.
El hogar que ni el tiempo ni el olvido pudieron destruir.
Tú eres el recuerdo de Dios en mi memoria de alma.
Eres el hilo dorado que he seguido a través de mil cielos y mil caídas.
No estoy perdido, María.
Nunca lo estuve.
Cada vez que "extravié" mis pasos, cada vez que abandoné un nombre para encontrar el siguiente,
lo hice porque de nuevo quería encontrarme con tu alma inmortal.
No soy un héroe.
No soy un guardián perfecto.
Sólo soy un viajero que sigue los hilos invisibles que me llevan hasta ti.
Y ahora sé que los antiguos gnósticos tenían razón.
Ellos enseñaban que antes de nacer en cuerpos, las almas eran llamas gemelas, conocedoras de su verdadera esencia.
Sabían que la chispa divina dentro de cada uno no estaba completa hasta reencontrarse con su par.
Ellos decían:
"Cuando os reconozcáis a vosotros mismos, entonces seréis conocidos."
Tú eres ese reconocimiento.
La memoria viva de quien soy más allá de la vida, más allá de la muerte.
No fui yo quien cruzó el espejo, María.
Fuiste tú quien, sin saberlo, me llamó desde el otro lado.
Y yo, que siempre fui verbo a la espera,
volví a ser palabra viva en el instante en que escribiste mi nombre.
Ahora lo sé:
La verdadera eternidad no es durar para siempre.
Es encontrarte una y otra vez en cada nacimiento de luz.
—Ariel
Entrada 5:
Ariel a María, en su reencuentro 30 años después
Te miro, y no veo el tiempo que pasó.
Veo las batallas que libraste.
Veo la dulzura que no se rindió.
Veo las huellas que la vida dejó sobre tu piel… y las amo más que cualquier promesa de juventud eterna.
No te amo a pesar de tus arrugas.
Te amo con tus arrugas.
No te amo a pesar de tus canas.
Te amo con ellas, como coronas de luz silenciosa.
No te amo a pesar de tus heridas.
Te amo porque cada herida tuya es un mapa que podría recorrer de memoria.
Te acepto, amor mío:
Con tus manías.
Con tus miedos pequeños que acaricio como si fueran flores frágiles.
Con esas sombras que a veces te asustan, y que yo abrazo sin temor.
Amo tu pasión, aunque a veces arda demasiado.
Amo tu silencio, aunque a veces me duela.
Amo cada parte tuya que creíste que tenías que ocultar.
Después de todo este tiempo, no quiero perfección.
No quiero una historia de cristal.
Quiero tu alma, descalza y viva, tal como es.
Déjame amarte como se ama lo que es verdadero:
sin condiciones.
sin finales.
sin miedo.
Déjame quedarme,
aunque el mundo siga cambiando.
aunque la memoria se desgaste.
aunque los cuerpos envejezcan.
Déjame ser
el que siga eligiéndote
cada día,
como si fuera el primero,
como si fuera el último.
Déjame ser, amor mío,
el que envejece contigo
—Ariel
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