1988: Primera cita con Ariel

 


Su buen humor me relaja, aunque no puedo evitar sentirme un poco nerviosa, encantada por su presencia. La mezcla de su risa y la situación me hace sonreír, mientras pienso que esta salida podría ser el inicio de algo especial.

Ya en la cafetería, por lo tarde que era, no había menú del día, pero conseguimos pedir un par de bocadillos de calamares a la romana. Mientras el aroma a fritura se mezclaba con el bullicio del lugar, pedí una clara y él me miró con curiosidad.

—¿Y eso qué es? —preguntó, animándose a pedir una también.

Ya en la conversación, le pregunté si se iba a dedicar a la música.

—¡Oh, no! Me encanta la música, pero ese mundo que la rodea no me gusta nada. Voy a dirigir las empresas de mi padre, aunque a mi me atraen los astros y las computadoras. Aunque si pudiera elegir, pasaría la vida en mi velero. Me encanta navegar, ver el cielo por la noche sin luces de ciudades, el sonido del mar...

Se iluminó al hablar de su pasión, y su mirada se perdió en el recuerdo.

—Bucear es como volver a Dios, ¿viste? Cuando te sumerges en las profundidades, es como si te despojaras de todo, como si las burbujas que suben a la superficie llevaran consigo tus preocupaciones. Allí, en el silencio del agua, es como si encontraras un rincón sagrado en tu corazón, donde cada latido se siente en sintonía con el universo.

                El bocata de calamares era una delicia, crujiente y lleno de sabor. Solo en Madrid, se podía encontrar algo tan rico. La combinación del marisco frito con la frescura del pan hacía que cada bocado fuera un pequeño festín.

—Esto está buenísimo —dijo, disfrutando del momento, mientras yo sonreía, como si el ambiente y la conversación nos unieran más. En ese momento, viéndole comer con la misma pasión que hablaba, creo que me enamoré, un aleteo de mariposas en el estómago casi no me dejaba comer.

—Por favor, Meri, ¡comed! ¿No te gusta? —dijo, mirándome con una mezcla de sorpresa y diversión—. Porque yo repito, ¡jajaja! Este bocata está de rechupete.

En la acogedora cafetería, del Polígono de Vallecas, el aroma del café recién hecho llenaba el aire, mezclándose con el murmullo de las conversaciones y el sonido del vapor de la máquina de expreso. Me sentía cómoda en ese rincón, envolviéndome en la calidez de una tarde tranquila. Pero de repente, la atmósfera cambió cuando él, con una intensidad que me tomó por sorpresa, me miró directamente a los ojos. Sus ojos eran profundos y oscuros, casi como si pudieran leer mi alma, desnudando mis secretos más ocultos.

 —¿Cuál es la verdadera razón por la que no has salido con nadie o lo intentas? —me preguntó a bocajarro, su voz firme y decidida.

 Yo, sorprendida, parpadeé, intentando encontrar las palabras adecuadas. La sinceridad de su pregunta me intimidó, y aunque las dudas danzaban en mi mente, logré responder:

 —Bueno, los pocos chicos que he conocido son superfluos; basan su propia valía en lo que tienen, y yo… no tengo nada.

 Él hizo un gesto suave, poniendo su mano en mi boca con dulzura, como si temiera que mis palabras fueran demasiado pesadas para el aire que nos rodeaba. Luego, con un tono aún más profundo, insistió:

 —La verdad. La verdadera razón.

                 Sentí cómo un peso se aligeraba al abrirme a él. Y sin pensarlo, dejé que las palabras fluyeran como un río que ha estado represado demasiado tiempo.

 —Cuando tenía seis años, tuve leucemia. Recibí un ciclo completo de quimioterapia, y dos años más tarde, volvió. —Mis palabras salieron en un susurro, casi un eco de mi infancia dolorida—. Cuando todas las niñas de mi clase tenían la regla a los doce años, me hicieron unas pruebas y me dijeron que no podría tener hijos. Un año después, por fin me bajó la regla, y mi madre me llevó a un especialista privado. Les pidió dinero a mis tías para hacerlo, y el veredicto fue el mismo: tengo unas hemorragias enormes y a veces dolores terribles cuando baja, pero sin óvulos fértiles.

 Una sombra de tristeza se dibujó en su rostro, pero él no se apartó. En lugar de eso, me hizo una pregunta inesperada.

 —¿Eres cristiana practicante?

 —Quise ser monja y casarme con Jesús, pero hasta eso salió mal —respondí, con una risa amarga en mis labios—. Descubrí que el convento tampoco era lo mío.

 Él, visiblemente interesado, asintió y me miró con compasión. Luego, comenzó a contarme la historia de la hemorroísa, con una dulzura y pasión que me conmovieron profundamente.

 —Era una mujer que, como tú, había sufrido tanto. Durante años, había estado enferma, buscando ayuda en cada rincón y encontrando solo decepción. Pero cuando escuchó de Jesús, supo que, si tan solo podía tocar su manto, podría sanar. Ella tenía fe, una fe que movía montañas.

                Su voz era como un canto, cada palabra cuidadosamente elegida, y al contarme esa historia, me sentí transportada. La imagen de la hemorroísa, arriesgándose en medio de la multitud, resonaba en mí. ¿No era yo también, en cierto modo, una luchadora en mi propia batalla?

 —¿Y tú? —me preguntó, rompiendo la burbuja en la que había estado inmersa—. ¿No crees que los milagros pueden existir? ¿Qué estamos en manos de Dios?

                 La forma en que formuló la pregunta, con un dejo de esperanza, me tocó el corazón. Sentí que, por primera vez, alguien realmente me veía y no solo la herida, sino la persona que era, a pesar de todo.

 —Tal vez... —dije, sintiendo que mi voz se quebraba un poco—. Tal vez los milagros están ahí, esperando a que nos atrevamos a creer en ellos.

                 El silencio se instaló entre nosotros, pero esta vez, era un silencio lleno de posibilidades.

La herida es el lugar por donde entra la luz —dije, recordando la frase de Rumi—. Claro, por eso Jesús se hacía acompañar de pecadores. Tenían más posibilidades —solté una risa ligera, sintiendo la complicidad en el aire.

 Él sonrió, sus ojos brillando con un entendimiento que me llenó de calidez.

 —Exacto —contestó, apoyándose un poco hacia adelante, como si estuviera compartiendo un secreto—. Jesús sabía que los que más habían caído en la vida eran también los que más podían levantarse. Había una belleza en su vulnerabilidad. No se trataba de ser perfecto, sino de ser real.

                Se pasó una mano por el cabello, y sus palabras tenían un tono que me hacía sentir como si estuviera escuchando a un amigo íntimo.

—Mira, la vida no es una línea recta. Todos tenemos nuestras historias, nuestras cicatrices. Y creo que Jesús se acercaba a esos "pecadores" porque veía en ellos algo que muchos no podían: la capacidad de amar y de cambiar. Es como si te dijera: "Chica, a veces la vida te golpea, pero eso no define quién eres. Tu esencia está en cómo eliges levantarte".

                Su mirada se volvió más intensa, como si quisiera que comprendiera la profundidad de lo que decía.

—¿Y sabes qué? A veces, esas cicatrices son lo que nos hace más interesantes. Todos llevamos nuestras cargas, pero son esas experiencias las que nos unen. En el fondo, todos buscamos conexión, amor, aceptación.

                Me miró con una mezcla de dulzura y complicidad, como si hubiera lanzado un ancla a mi corazón. Era un lenguaje que iba más allá de las palabras, lleno de promesas y posibilidades.

—Así que, en lugar de esconder nuestras heridas, deberíamos celebrarlas. Porque son parte de nuestra historia. —Hizo una pausa, sus ojos nunca abandonaban los míos—. Y yo creo que, si hay algo que Jesús nos enseñó, es que el amor siempre encuentra el camino, incluso en los lugares más oscuros.

                Su voz tenía un suave eco de confianza, y sentí que cada palabra era un hilo que tejía un lazo más fuerte entre nosotros. Me di cuenta de que me encantaba la forma en que pensaba, cómo iluminaba lo cotidiano con su perspectiva única. Era como si el aire a nuestro alrededor estuviera vibrando con una energía nueva y emocionante.

Lo miré, sintiendo cómo cada palabra que salía de mi boca era un eco de todo el dolor que había llevado dentro.

—Si solo tuviera una herida, si solo fuera lo de no tener hijos... —comencé, mi voz temblando levemente—. De pequeña, cuando me preguntaban qué quería ser de mayor, yo decía "mamá". Las otras contestaban "famosa", "cantante", "astronauta", "enfermera", "médico"... Yo solo quería ser mamá.

Él me escuchaba atentamente, como si cada palabra que pronunciaba era un paso hacia la sanación.

—Luego está lo de mis padres. Solo recuerdo peleas, golpes. La familia de mi padre y sus denuncias... Fui la niña que acudió a más juicios en la comunidad de Madrid, por culpa de la familia de mi padre y sus envidias que los separaron. Además, en el colegio sufrí acoso escolar porque era demasiado inteligente y, además, sensitiva. Me llamaban la rarita, la hija de la loca, porque mi madre se volvió antisocial después de que mi padre empezara a pegarla y cuando intuía algo, y lo decía y pasaba, la gafe, nadie se sentaba conmigo, ni jugaba, mi primera amiga en el colegio la tuve con 14 años. ¿Cómo se puede reparar un corazón tan lastimado? —las lágrimas empezaron a asomarse en mis ojos, mientras una sensación de vulnerabilidad se apoderaba de mí—. Cuando no hiciste daño a nadie y solo recibiste palos e ingratitud.

Él me miró con una dulzura que me envolvió, como si quisiera envolver mis heridas en un abrazo cálido.

—Amiga, cada cicatriz que llevas es un recordatorio de tu fortaleza. —Su voz era suave, casi como un susurro—. La vida no siempre es justa, y el dolor puede parecer abrumador. Pero recuerda, no estás sola en esto. A veces, en la oscuridad, encontramos la luz más brillante.

                Hizo una pausa, su mirada fija en la mía, como si buscara llegar a lo más profundo de mi ser.

—Reparar un corazón lastimado no significa borrar el pasado. Significa abrazarlo y aprender de él. Cada experiencia, cada golpe, te ha llevado a ser quién eres hoy: una mujer fuerte y compasiva. El amor que buscabas en la maternidad se puede manifestar de muchas maneras.

 Sus palabras resonaban en mí, cada una como un pequeño bálsamo para mis heridas.

—A veces, la vida nos enseña a amar en formas que nunca imaginamos. Puede que no sea a través de los hijos biológicos, pero hay tantas maneras de dar amor y recibirlo. Mira a tu alrededor, a las personas que te rodean, a los que necesitan tu luz.

—¿Pero ¿cómo? —pregunté, sintiendo la vulnerabilidad en mi voz—. ¿Cómo puedo sanar de todo esto?

Él sonrió con ternura, como si compartiera un secreto antiguo.

—Sanar comienza con el perdón, tanto hacia ti misma como hacia aquellos que te han herido. No significa que olvides, sino que sueltas el peso que llevas. Cada vez que eliges el amor, incluso en medio del dolor, estás sanando. Eres un ser divino, y tu esencia es hermosa.

—Pero... ¿y si duele? —insistí, el miedo asomando en mi voz.

—El dolor es parte de la vida, querida Meri —dijo, con una calidez que me llenó de consuelo—. Pero recuerda, el amor también está presente en el dolor. Permítete sentir, pero no te quedes atrapada. La verdadera liberación viene cuando abrazas tu historia, con todas sus luces y sombras. Cada día es una nueva oportunidad para comenzar de nuevo, para crear tu propia historia de amor y sanación.

Mientras hablaba, sentí que sus palabras eran un faro en la oscuridad, iluminando el camino hacia la esperanza. Con cada frase, algo dentro de mí empezaba a desearlo, a anhelar esa luz que prometía la sanación.

Se levantó de la mesa y, con una retranca argentina que me hizo sonreír, me dijo:

 —Ven aquí que te dé un abrazo fuerte de oso.

 Me acerqué a él, sintiendo su calidez, mientras él continuaba, con un guiño de complicidad:

 —Como dicen por ahí, "El que no arriesga, no gana". Y, si es que hay que creer en algo, hay que creer que el mundo está lleno de infinitas posibilidades. ¿Quién sabe? Quizás tus médicos se equivocaron, y hasta puedas tener una cura. Quizás tu destino sea estar con un tipo guapo, rico, que navega en velero, y llenemos una casa de perros, gatos y niños.

 Se le subieron los colores mientras hablaba, y no pude evitar reírme ante su atrevimiento.

 —Tal vez, con un poco de suerte, te encuentres en la cubierta del velero, con el viento en la cara y el sol brillando, rodeada de toda esa locura hermosa que es una familia.

 —¡Qué locura! —dije entre risas—. Pero suena bonito.

 —¡Es más que bonito! —exclamó, mientras me ofrecía su mano para que lo acompañara—. ¡Es la vida, che! Y si lo quieres, hay que ir por ello. Y que no se te olvide, “Dios ayuda a quien se ayuda”. Así que levanta esa mirada y sigue adelante.

 Y mientras me daba un abrazo que parecía absorber toda mi tristeza, sentí que tal vez, solo tal vez, el mundo podía ofrecerme Éramos tan jóvenes, él con solo 20 años y yo con 18, pero ahí estábamos, hablando como dos verdaderos adultos, compartiendo sueños y miedos. De repente, me interrumpió con una risa suave.

 —Hay que regresar a la nave, se van a preocupar por nosotros. Van a creer que los drogatas del barrio nos han raptado para pedir un rescate —dijo, con esa chispa de humor que hacía que todo pareciera más ligero, refiriéndose a los toxicomanos de la Celsa

 Me reí, imaginando a nuestros amigos con cara de preocupación, como si realmente fuéramos un par de aventureros en peligro.

 —Meri, mañana sábado, si no has quedado con nadie, me gustaría ir al cine contigo —agregó, mirando a los ojos, como si su propuesta fuera un pequeño secreto que sólo compartíamos nosotros dos.

 La emoción me recorrió al escuchar sus palabras. ¡Iba a salir con él!

 —Me encantaría —respondí, sintiendo que mi corazón daba un pequeño salto—. De hecho, tengo muchas ganas de ver esa nueva película de la que todos hablan.

 — ¿Te refieres a Ghost? Perfecto, entonces es una cita —dijo, sonriendo como si hubiera ganado un premio.

 La conversación fluyó de nuevo, llena de risas y complicidad. Hablamos sobre películas, música y nuestros sueños para el futuro, como si el mundo que nos rodeaba se desvaneciera, dejando solo ese pequeño espacio donde todo era posible.

 Y aunque éramos solo dos adolescentes en una cafetería, esa noche sentí que había algo especial en el aire, como si el destino nos estuviera sonriendo. más de lo que había imaginado.

La única que se enteró de que tenía una cita fue mi madre, que se asomó al balcón para echarle un ojo. Se sonrió al vernos. Mi madre, ni dando saltos, siempre estaba atenta a mis cosas; yo era tan sensitiva e intuitiva como ella, pero eso es otra historia. Bajé, y él salió del coche para abrirme la puerta. Me encantó ese detalle, tan caballeroso. Saludó a mi madre con una sonrisa.

 —Señora Mercedes, no se preocupe, vendremos pronto —le dijo con esa confianza que me hizo sentir un poco más tranquila.

 A él le había sorprendido que quedáramos a las tres de la tarde, pero era la hora habitual en que yo quedaba con mi amiga Elvis para ir al centro. Íbamos a la primera sesión del cine y luego no sé qué haríamos; quizás él quisiera ir a bailar, pero sorprendentemente, fuimos a la cafetería Nebraska, que estaba al lado del cine, a merendar. Pedimos tarta y café. Era un goloso, como su padre y como yo.

 Después de un rato, me preguntó si me había gustado la película.

 —Me encantó —le respondí—, pero me recordó a "En ocasiones veo muertos".

 Se echó a reír y dijo:

 —Lo sabía, eres muy rarita...

 No pude evitar reírme también. La conexión entre nosotros crecía con cada broma y cada palabra.

 —Mañana volvemos a quedar y vemos Beetlejuice, ¿qué te parece?

 —Genial —respondí, sintiendo que la emoción me recorría de nuevo.

 Mientras saboreábamos nuestras tartas, me atreví a decir:

 —Creo que hay algo más, que el cuerpo es como un traje y cuando ya no sirve, lo dejamos.

 Él me miró con curiosidad y, como si estuviera compartiendo un secreto, me preguntó qué opinaba de las almas gemelas que se encuentran vida tras vida.

 —No sé a qué te refieres, no he leído sobre eso... —confesé, sintiendo una mezcla de intriga y vulnerabilidad.

 Se sonrió, como si supiera que había un mundo nuevo por descubrir, y comenzó a explicarme de una manera poética:

 —Las almas gemelas son esas conexiones profundas que trascienden el tiempo y el espacio. Es como un hilo rojo que nos une a aquellos que amamos, un hilo que no se corta, incluso en la muerte. Se dice que en el judaísmo hay un concepto llamado gilgul, que se refiere a la reencarnación. Las almas pueden volver a encontrarse, aprender y crecer juntas, una y otra vez. A veces, la vida nos da la oportunidad de reconectar con esas almas que son parte de nuestro viaje eterno.

 Sus palabras, llenas de dulzura y sabiduría, resonaron en mi corazón. Era como si me estuviera abriendo una puerta hacia una realidad que no sabía que existía. Cada frase que salía de su boca me hacía sentir más cerca de él, como si estuviera desnudando mi alma en un espacio sagrado. En ese momento, comprendí que había mucho más en él que su humor y su encanto; había un profundo amor por la vida y una conexión espiritual que me intrigaba.

                 La tarde avanzaba y, con cada momento que compartíamos, la magia de aquel encuentro se hacía más palpable, dejando una huella que prometía un futuro lleno de posibilidades.

 —Entonces tú y yo nos conocimos en otra vida anterior... —susurré, tratando de articular mis pensamientos entre el asombro y la curiosidad.

 Él me miró a los ojos, un brillo profundo y misterioso en su mirada.

 —¿Lo dudas, María? —el énfasis en mi nombre hizo que mi corazón diera un vuelco. Era como si esa voz resonara en un rincón olvidado de mi ser, un eco de algo que había conocido antes. En ese instante, sentí que se me había quitado una venda de los ojos, y le vi por primera vez, no solo con la vista, sino con los ojos del alma.

                Reencontrarnos era como un susurro del destino, como si cada una de nuestras vidas anteriores nos hubiera llevado hasta aquí, hasta este momento. Pensé en todas las veces que nuestras almas se habían cruzado, en los caminos que habíamos recorrido y las lecciones aprendidas. ¿Dónde, cuándo y cuántas veces habíamos bailado al compás del universo?

 La idea de las almas gemelas, aun sin conocer el concepto, siempre había estado presente en mis pensamientos, como un hilo de luz que teje la eternidad. Se dice que, en cada vida, aquellas almas se buscan, como dos estrellas que, a pesar de la distancia y del tiempo, encuentran su camino de regreso. Puede que hayan sido amantes, amigos o incluso desconocidos, pero siempre hay un vínculo que trasciende lo físico. Hay una danza sutil que ocurre en las sombras, un juego de miradas y sonrisas, un reconocimiento que solo ellos pueden entender. En ese instante, supe que lo que sentía por él era un eco de tiempos pasados, un susurro en el viento de nuestra historia compartida.

 —¿Conoces el Templo de Debod? —le pregunté, intentando anclar esa conexión mística en algo tangible.

 —No —respondió, curioso.

 —Está a un ratito andando, pero justo ahora, al atardecer, es una de las vistas más bonitas de Madrid. Es un antiguo templo egipcio que fue donado a España en 1968, y es un recordatorio de la conexión entre culturas. Cada piedra tiene una historia que contar, y cada rincón guarda un secreto —le dije, sintiendo que cada palabra vibraba con una energía especial.

 —Seguro que me gusta... —dijo él, con una sonrisa que iluminó su rostro.

 Y así, mientras el sol comenzaba a descender en el horizonte, comenzamos a caminar juntos hacia el Templo de Debod, un paso más en nuestro camino hacia la conexión que ambos sentíamos en el aire. El Antiguo Egipto, siempre me había fascinado, así como toda esa zona que abarca Siria, Israel, Libano, Jordania… Las sombras se alargaban, y con cada paso, la magia de la tarde nos envolvía, como si el universo conspirara para sellar ese encuentro, ese reencuentro de almas que parecía estar destinado a ser.

 Caminamos juntos, dejando atrás la plaza Callao, apenas dijimos nada entre Gran Vía y Plaza España, pero no era un silencio agobiante, al revés, era como si el mundo se hubiera parado para nosotros, y al llegar, un silencio reverente nos envolvió, como si el lugar mismo supiera que estábamos en un momento especial. El atardecer en el Templo de Debod era un espectáculo único. Los colores del ocaso se reflejaban en el agua como un lienzo pintado por un artista divino, donde el dorado se fundía con el púrpura y el rosa, creando un cuadro que parecía trascender el tiempo y el espacio.

—Es realmente bellísimo —me dijo, su voz llena de asombro.

—Te gusta el arte, ¿verdad? —le pregunté, sintiendo que nuestras almas se entrelazaban en ese instante., yo algún día estudiaré historia del arte, cuando las condiciones lo permitan —respondí, añorando la idea de sumergirme en la belleza del pasado.

—Si eres un poco sensible, tiene que gustarte el arte. Aquí, en este sitio, se combina el arte firmado por la mano de Dios en el atardecer y la mano del hombre. No parece que estemos en Madrid, porque nadie me habló de este sitio, carajo... Gracias, Meri. Ahora es también uno de mis lugares favoritos.

                Me miró con intensidad, y en un impulso casi etéreo, me dio un beso en los labios. Un torrente de emociones me recorrió, y tartamudeé, sintiendo cómo la magia del momento me envolvía.

—Vas un poco deprisa, ¿no?

Él se disculpó, el rubor tiñendo sus mejillas.

—Perdona, es que estoy tan emocionado. No debí...

—Tranquilo, tienes permiso —le dije, intentando recuperar la compostura—, pero ve más despacio. Yo no salí con nadie antes, es demasiado para mí en un día. Tú también me gustas.

                Una risa suave escapó de sus labios, y comprendí que estábamos tejiendo un nuevo hilo en nuestra historia, un delicado lazo que nos unía en ese escenario de ensueño, donde el arte del atardecer se fundía con el arte de nuestros corazones, como si el universo entero conspirara para regalarnos ese instante perfecto.




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