Su
buen humor me relaja, aunque no puedo evitar sentirme un poco nerviosa,
encantada por su presencia. La mezcla de su risa y la situación me hace
sonreír, mientras pienso que esta salida podría ser el inicio de algo especial.
Ya
en la cafetería, por lo tarde que era, no había menú del día, pero conseguimos
pedir un par de bocadillos de calamares a la romana. Mientras el aroma a
fritura se mezclaba con el bullicio del lugar, pedí una clara y él me miró con
curiosidad.
—¿Y
eso qué es? —preguntó, animándose a pedir una también.
Ya
en la conversación, le pregunté si se iba a dedicar a la música.
—¡Oh,
no! Me encanta la música, pero ese mundo que la rodea no me gusta nada. Voy a
dirigir las empresas de mi padre, aunque a mi me atraen los astros y las computadoras. Aunque si pudiera elegir, pasaría la vida en
mi velero. Me encanta navegar, ver el cielo por la noche sin luces de ciudades,
el sonido del mar...
Se
iluminó al hablar de su pasión, y su mirada se perdió en el recuerdo.
—Bucear
es como volver a Dios, ¿viste? Cuando te sumerges en las profundidades, es como
si te despojaras de todo, como si las burbujas que suben a la superficie
llevaran consigo tus preocupaciones. Allí, en el silencio del agua, es como si
encontraras un rincón sagrado en tu corazón, donde cada latido se siente en
sintonía con el universo.
El bocata de calamares era una
delicia, crujiente y lleno de sabor. Solo en Madrid, se podía encontrar algo tan
rico. La combinación del marisco frito con la frescura del pan hacía que cada
bocado fuera un pequeño festín.
—Esto
está buenísimo —dijo, disfrutando del momento, mientras yo sonreía, como si el
ambiente y la conversación nos unieran más. En ese momento, viéndole comer con
la misma pasión que hablaba, creo que me enamoré, un aleteo de mariposas en el
estómago casi no me dejaba comer.
—Por
favor, Meri, ¡comed! ¿No te gusta? —dijo, mirándome con una mezcla de sorpresa
y diversión—. Porque yo repito, ¡jajaja! Este bocata está de rechupete.
En
la acogedora cafetería, del Polígono de Vallecas, el aroma del café recién hecho llenaba el aire,
mezclándose con el murmullo de las conversaciones y el sonido del vapor de la
máquina de expreso. Me sentía cómoda en ese rincón, envolviéndome en la calidez
de una tarde tranquila. Pero de repente, la atmósfera cambió cuando él, con una
intensidad que me tomó por sorpresa, me miró directamente a los ojos. Sus ojos
eran profundos y oscuros, casi como si pudieran leer mi alma, desnudando mis
secretos más ocultos.
—¿Cuál
es la verdadera razón por la que no has salido con nadie o lo intentas? —me
preguntó a bocajarro, su voz firme y decidida.
Yo,
sorprendida, parpadeé, intentando encontrar las palabras adecuadas. La
sinceridad de su pregunta me intimidó, y aunque las dudas danzaban en mi mente,
logré responder:
—Bueno,
los pocos chicos que he conocido son superfluos; basan su propia valía en lo
que tienen, y yo… no tengo nada.
Él
hizo un gesto suave, poniendo su mano en mi boca con dulzura, como si temiera
que mis palabras fueran demasiado pesadas para el aire que nos rodeaba. Luego,
con un tono aún más profundo, insistió:
—La
verdad. La verdadera razón.
Sentí cómo un peso se aligeraba
al abrirme a él. Y sin pensarlo, dejé que las palabras fluyeran como un río que
ha estado represado demasiado tiempo.
—Cuando
tenía seis años, tuve leucemia. Recibí un ciclo completo de quimioterapia, y
dos años más tarde, volvió. —Mis palabras salieron en un susurro, casi un eco
de mi infancia dolorida—. Cuando todas las niñas de mi clase tenían la regla a
los doce años, me hicieron unas pruebas y me dijeron que no podría tener hijos.
Un año después, por fin me bajó la regla, y mi madre me llevó a un especialista
privado. Les pidió dinero a mis tías para hacerlo, y el veredicto fue el mismo:
tengo unas hemorragias enormes y a veces dolores terribles cuando baja, pero
sin óvulos fértiles.
Una
sombra de tristeza se dibujó en su rostro, pero él no se apartó. En lugar de
eso, me hizo una pregunta inesperada.
—¿Eres
cristiana practicante?
—Quise
ser monja y casarme con Jesús, pero hasta eso salió mal —respondí, con una risa
amarga en mis labios—. Descubrí que el convento tampoco era lo mío.
Él,
visiblemente interesado, asintió y me miró con compasión. Luego, comenzó a
contarme la historia de la hemorroísa, con una dulzura y pasión que me
conmovieron profundamente.
—Era
una mujer que, como tú, había sufrido tanto. Durante años, había estado
enferma, buscando ayuda en cada rincón y encontrando solo decepción. Pero
cuando escuchó de Jesús, supo que, si tan solo podía tocar su manto, podría
sanar. Ella tenía fe, una fe que movía montañas.
Su voz era como un canto, cada
palabra cuidadosamente elegida, y al contarme esa historia, me sentí
transportada. La imagen de la hemorroísa, arriesgándose en medio de la
multitud, resonaba en mí. ¿No era yo también, en cierto modo, una luchadora en
mi propia batalla?
—¿Y
tú? —me preguntó, rompiendo la burbuja en la que había estado inmersa—. ¿No
crees que los milagros pueden existir? ¿Qué estamos en manos de Dios?
La forma en que formuló la
pregunta, con un dejo de esperanza, me tocó el corazón. Sentí que, por primera
vez, alguien realmente me veía y no solo la herida, sino la persona que era, a
pesar de todo.
—Tal
vez... —dije, sintiendo que mi voz se quebraba un poco—. Tal vez los milagros
están ahí, esperando a que nos atrevamos a creer en ellos.
El silencio se instaló entre
nosotros, pero esta vez, era un silencio lleno de posibilidades.
—“La herida es el lugar por donde entra la luz —dije, recordando la frase de Rumi—. Claro, por eso Jesús se hacía
acompañar de pecadores. Tenían más posibilidades —solté una risa ligera,
sintiendo la complicidad en el aire.
Él
sonrió, sus ojos brillando con un entendimiento que me llenó de calidez.
—Exacto
—contestó, apoyándose un poco hacia adelante, como si estuviera compartiendo un
secreto—. Jesús sabía que los que más habían caído en la vida eran también los
que más podían levantarse. Había una belleza en su vulnerabilidad. No se
trataba de ser perfecto, sino de ser real.
Se pasó una mano por el cabello,
y sus palabras tenían un tono que me hacía sentir como si estuviera escuchando
a un amigo íntimo.
—Mira,
la vida no es una línea recta. Todos tenemos nuestras historias, nuestras
cicatrices. Y creo que Jesús se acercaba a esos "pecadores" porque
veía en ellos algo que muchos no podían: la capacidad de amar y de cambiar. Es
como si te dijera: "Chica, a veces la vida te golpea, pero eso no define
quién eres. Tu esencia está en cómo eliges levantarte".
Su mirada se volvió más intensa,
como si quisiera que comprendiera la profundidad de lo que decía.
—¿Y
sabes qué? A veces, esas cicatrices son lo que nos hace más interesantes. Todos
llevamos nuestras cargas, pero son esas experiencias las que nos unen. En el
fondo, todos buscamos conexión, amor, aceptación.
Me miró con una mezcla de
dulzura y complicidad, como si hubiera lanzado un ancla a mi corazón. Era un
lenguaje que iba más allá de las palabras, lleno de promesas y posibilidades.
—Así
que, en lugar de esconder nuestras heridas, deberíamos celebrarlas. Porque son
parte de nuestra historia. —Hizo una pausa, sus ojos nunca abandonaban los
míos—. Y yo creo que, si hay algo que Jesús nos enseñó, es que el amor siempre
encuentra el camino, incluso en los lugares más oscuros.
Su voz tenía un suave eco de
confianza, y sentí que cada palabra era un hilo que tejía un lazo más fuerte
entre nosotros. Me di cuenta de que me encantaba la forma en que pensaba, cómo
iluminaba lo cotidiano con su perspectiva única. Era como si el aire a nuestro
alrededor estuviera vibrando con una energía nueva y emocionante.
Lo
miré, sintiendo cómo cada palabra que salía de mi boca era un eco de todo el
dolor que había llevado dentro.
—Si
solo tuviera una herida, si solo fuera lo de no tener hijos... —comencé, mi voz
temblando levemente—. De pequeña, cuando me preguntaban qué quería ser de
mayor, yo decía "mamá". Las otras contestaban "famosa",
"cantante", "astronauta", "enfermera",
"médico"... Yo solo quería ser mamá.
Él
me escuchaba atentamente, como si cada palabra que pronunciaba era un paso
hacia la sanación.
—Luego
está lo de mis padres. Solo recuerdo peleas, golpes. La familia de mi padre y
sus denuncias... Fui la niña que acudió a más juicios en la comunidad de
Madrid, por culpa de la familia de mi padre y sus envidias que los separaron.
Además, en el colegio sufrí acoso escolar porque era demasiado inteligente y,
además, sensitiva. Me llamaban la rarita, la hija de la loca, porque mi madre
se volvió antisocial después de que mi padre empezara a pegarla y cuando intuía
algo, y lo decía y pasaba, la gafe, nadie se sentaba conmigo, ni jugaba, mi
primera amiga en el colegio la tuve con 14 años. ¿Cómo se puede reparar un
corazón tan lastimado? —las lágrimas empezaron a asomarse en mis ojos, mientras
una sensación de vulnerabilidad se apoderaba de mí—. Cuando no hiciste daño a
nadie y solo recibiste palos e ingratitud.
Él
me miró con una dulzura que me envolvió, como si quisiera envolver mis heridas
en un abrazo cálido.
—Amiga,
cada cicatriz que llevas es un recordatorio de tu fortaleza. —Su voz era suave,
casi como un susurro—. La vida no siempre es justa, y el dolor puede parecer
abrumador. Pero recuerda, no estás sola en esto. A veces, en la oscuridad,
encontramos la luz más brillante.
Hizo una pausa, su mirada fija
en la mía, como si buscara llegar a lo más profundo de mi ser.
—Reparar
un corazón lastimado no significa borrar el pasado. Significa abrazarlo y
aprender de él. Cada experiencia, cada golpe, te ha llevado a ser quién eres
hoy: una mujer fuerte y compasiva. El amor que buscabas en la maternidad se
puede manifestar de muchas maneras.
Sus
palabras resonaban en mí, cada una como un pequeño bálsamo para mis heridas.
—A
veces, la vida nos enseña a amar en formas que nunca imaginamos. Puede que no
sea a través de los hijos biológicos, pero hay tantas maneras de dar amor y
recibirlo. Mira a tu alrededor, a las personas que te rodean, a los que
necesitan tu luz.
—¿Pero
¿cómo? —pregunté, sintiendo la vulnerabilidad en mi voz—. ¿Cómo puedo sanar de
todo esto?
Él
sonrió con ternura, como si compartiera un secreto antiguo.
—Sanar
comienza con el perdón, tanto hacia ti misma como hacia aquellos que te han
herido. No significa que olvides, sino que sueltas el peso que llevas. Cada vez
que eliges el amor, incluso en medio del dolor, estás sanando. Eres un ser
divino, y tu esencia es hermosa.
—Pero...
¿y si duele? —insistí, el miedo asomando en mi voz.
—El
dolor es parte de la vida, querida Meri —dijo, con una calidez que me llenó de
consuelo—. Pero recuerda, el amor también está presente en el dolor. Permítete
sentir, pero no te quedes atrapada. La verdadera liberación viene cuando
abrazas tu historia, con todas sus luces y sombras. Cada día es una nueva
oportunidad para comenzar de nuevo, para crear tu propia historia de amor y
sanación.
Mientras
hablaba, sentí que sus palabras eran un faro en la oscuridad, iluminando el
camino hacia la esperanza. Con cada frase, algo dentro de mí empezaba a
desearlo, a anhelar esa luz que prometía la sanación.
Se
levantó de la mesa y, con una retranca argentina que me hizo sonreír, me dijo:
—Ven
aquí que te dé un abrazo fuerte de oso.
Me
acerqué a él, sintiendo su calidez, mientras él continuaba, con un guiño de
complicidad:
—Como
dicen por ahí, "El que no arriesga, no gana". Y, si es que hay que
creer en algo, hay que creer que el mundo está lleno de infinitas
posibilidades. ¿Quién sabe? Quizás tus médicos se equivocaron, y hasta puedas
tener una cura. Quizás tu destino sea estar con un tipo guapo, rico, que navega
en velero, y llenemos una casa de perros, gatos y niños.
Se
le subieron los colores mientras hablaba, y no pude evitar reírme ante su
atrevimiento.
—Tal
vez, con un poco de suerte, te encuentres en la cubierta del velero, con el
viento en la cara y el sol brillando, rodeada de toda esa locura hermosa que es
una familia.
—¡Qué
locura! —dije entre risas—. Pero suena bonito.
—¡Es
más que bonito! —exclamó, mientras me ofrecía su mano para que lo acompañara—.
¡Es la vida, che! Y si lo quieres, hay que ir por ello. Y que no se te olvide,
“Dios ayuda a quien se ayuda”. Así que levanta esa mirada y sigue adelante.
Y
mientras me daba un abrazo que parecía absorber toda mi tristeza, sentí que tal
vez, solo tal vez, el mundo podía ofrecerme Éramos tan jóvenes, él con solo 20 años y yo con 18, pero ahí estábamos, hablando como dos verdaderos adultos,
compartiendo sueños y miedos. De repente, me interrumpió con una risa suave.
—Hay
que regresar a la nave, se van a preocupar por nosotros. Van a creer que los
drogatas del barrio nos han raptado para pedir un rescate —dijo, con esa chispa
de humor que hacía que todo pareciera más ligero, refiriéndose a los toxicomanos de la Celsa
Me
reí, imaginando a nuestros amigos con cara de preocupación, como si realmente
fuéramos un par de aventureros en peligro.
—Meri,
mañana sábado, si no has quedado con nadie, me gustaría ir al cine contigo
—agregó, mirando a los ojos, como si su propuesta fuera un pequeño secreto que sólo
compartíamos nosotros dos.
La
emoción me recorrió al escuchar sus palabras. ¡Iba a salir con él!
—Me
encantaría —respondí, sintiendo que mi corazón daba un pequeño salto—. De
hecho, tengo muchas ganas de ver esa nueva película de la que todos hablan.
—
¿Te refieres a Ghost? Perfecto, entonces es una cita —dijo, sonriendo como si
hubiera ganado un premio.
La
conversación fluyó de nuevo, llena de risas y complicidad. Hablamos sobre
películas, música y nuestros sueños para el futuro, como si el mundo que nos
rodeaba se desvaneciera, dejando solo ese pequeño espacio donde todo era
posible.
Y
aunque éramos solo dos adolescentes en una cafetería, esa noche sentí que había
algo especial en el aire, como si el destino nos estuviera sonriendo. más de lo
que había imaginado.
La
única que se enteró de que tenía una cita fue mi madre, que se asomó al balcón
para echarle un ojo. Se sonrió al vernos. Mi madre, ni dando saltos, siempre
estaba atenta a mis cosas; yo era tan sensitiva e intuitiva como ella, pero eso
es otra historia. Bajé, y él salió del coche para abrirme la puerta. Me encantó
ese detalle, tan caballeroso. Saludó a mi madre con una sonrisa.
—Señora
Mercedes, no se preocupe, vendremos pronto —le dijo con esa confianza que me
hizo sentir un poco más tranquila.
A
él le había sorprendido que quedáramos a las tres de la tarde, pero era la hora
habitual en que yo quedaba con mi amiga Elvis para ir al centro. Íbamos a la
primera sesión del cine y luego no sé qué haríamos; quizás él quisiera ir a
bailar, pero sorprendentemente, fuimos a la cafetería Nebraska, que estaba al
lado del cine, a merendar. Pedimos tarta y café. Era un goloso, como su padre y
como yo.
Después
de un rato, me preguntó si me había gustado la película.
—Me
encantó —le respondí—, pero me recordó a "En ocasiones veo muertos".
Se
echó a reír y dijo:
—Lo
sabía, eres muy rarita...
No
pude evitar reírme también. La conexión entre nosotros crecía con cada broma y
cada palabra.
—Mañana
volvemos a quedar y vemos Beetlejuice, ¿qué te parece?
—Genial
—respondí, sintiendo que la emoción me recorría de nuevo.
Mientras
saboreábamos nuestras tartas, me atreví a decir:
—Creo
que hay algo más, que el cuerpo es como un traje y cuando ya no sirve, lo
dejamos.
Él
me miró con curiosidad y, como si estuviera compartiendo un secreto, me
preguntó qué opinaba de las almas gemelas que se encuentran vida tras vida.
—No
sé a qué te refieres, no he leído sobre eso... —confesé, sintiendo una mezcla
de intriga y vulnerabilidad.
Se
sonrió, como si supiera que había un mundo nuevo por descubrir, y comenzó a
explicarme de una manera poética:
—Las
almas gemelas son esas conexiones profundas que trascienden el tiempo y el
espacio. Es como un hilo rojo que nos une a aquellos que amamos, un hilo que no
se corta, incluso en la muerte. Se dice que en el judaísmo hay un concepto
llamado gilgul, que se refiere a la reencarnación. Las almas pueden volver a
encontrarse, aprender y crecer juntas, una y otra vez. A veces, la vida nos da
la oportunidad de reconectar con esas almas que son parte de nuestro viaje
eterno.
Sus
palabras, llenas de dulzura y sabiduría, resonaron en mi corazón. Era como si
me estuviera abriendo una puerta hacia una realidad que no sabía que existía.
Cada frase que salía de su boca me hacía sentir más cerca de él, como si
estuviera desnudando mi alma en un espacio sagrado. En ese momento, comprendí
que había mucho más en él que su humor y su encanto; había un profundo amor por
la vida y una conexión espiritual que me intrigaba.
La tarde avanzaba y, con cada
momento que compartíamos, la magia de aquel encuentro se hacía más palpable,
dejando una huella que prometía un futuro lleno de posibilidades.
—Entonces
tú y yo nos conocimos en otra vida anterior... —susurré, tratando de articular
mis pensamientos entre el asombro y la curiosidad.
Él
me miró a los ojos, un brillo profundo y misterioso en su mirada.
—¿Lo
dudas, María? —el énfasis en mi nombre hizo que mi corazón diera un vuelco. Era
como si esa voz resonara en un rincón olvidado de mi ser, un eco de algo que
había conocido antes. En ese instante, sentí que se me había quitado una venda
de los ojos, y le vi por primera vez, no solo con la vista, sino con los ojos
del alma.
Reencontrarnos era como un
susurro del destino, como si cada una de nuestras vidas anteriores nos hubiera
llevado hasta aquí, hasta este momento. Pensé en todas las veces que nuestras
almas se habían cruzado, en los caminos que habíamos recorrido y las lecciones
aprendidas. ¿Dónde, cuándo y cuántas veces habíamos bailado al compás del
universo?
La
idea de las almas gemelas, aun sin conocer el concepto, siempre había estado
presente en mis pensamientos, como un hilo de luz que teje la eternidad. Se
dice que, en cada vida, aquellas almas se buscan, como dos estrellas que, a
pesar de la distancia y del tiempo, encuentran su camino de regreso. Puede que
hayan sido amantes, amigos o incluso desconocidos, pero siempre hay un vínculo
que trasciende lo físico. Hay una danza sutil que ocurre en las sombras, un
juego de miradas y sonrisas, un reconocimiento que solo ellos pueden entender.
En ese instante, supe que lo que sentía por él era un eco de tiempos pasados,
un susurro en el viento de nuestra historia compartida.
—¿Conoces
el Templo de Debod? —le pregunté, intentando anclar esa conexión mística en
algo tangible.
—No
—respondió, curioso.
—Está a un ratito andando, pero justo ahora, al atardecer, es una de las vistas más
bonitas de Madrid. Es un antiguo templo egipcio que fue donado a España en
1968, y es un recordatorio de la conexión entre culturas. Cada piedra tiene una
historia que contar, y cada rincón guarda un secreto —le dije, sintiendo que
cada palabra vibraba con una energía especial.
—Seguro
que me gusta... —dijo él, con una sonrisa que iluminó su rostro.
Y
así, mientras el sol comenzaba a descender en el horizonte, comenzamos a
caminar juntos hacia el Templo de Debod, un paso más en nuestro camino hacia la
conexión que ambos sentíamos en el aire. El Antiguo Egipto, siempre me había fascinado,
así como toda esa zona que abarca Siria, Israel, Libano, Jordania… Las sombras
se alargaban, y con cada paso, la magia de la tarde nos envolvía, como si el
universo conspirara para sellar ese encuentro, ese reencuentro de almas que
parecía estar destinado a ser.
Caminamos
juntos, dejando atrás la plaza Callao, apenas dijimos nada entre Gran Vía y
Plaza España, pero no era un silencio agobiante, al revés, era como si el mundo
se hubiera parado para nosotros, y al llegar, un silencio reverente nos
envolvió, como si el lugar mismo supiera que estábamos en un momento especial. El
atardecer en el Templo de Debod era un espectáculo único. Los colores del ocaso
se reflejaban en el agua como un lienzo pintado por un artista divino, donde el
dorado se fundía con el púrpura y el rosa, creando un cuadro que parecía
trascender el tiempo y el espacio.
—Es
realmente bellísimo —me dijo, su voz llena de asombro.
—Te
gusta el arte, ¿verdad? —le pregunté, sintiendo que nuestras almas se
entrelazaban en ese instante., yo algún
día estudiaré historia del arte, cuando las condiciones lo permitan —respondí,
añorando la idea de sumergirme en la belleza del pasado.
—Si
eres un poco sensible, tiene que gustarte el arte. Aquí, en este sitio, se
combina el arte firmado por la mano de Dios en el atardecer y la mano del
hombre. No parece que estemos en Madrid, porque nadie me habló de este sitio,
carajo... Gracias, Meri. Ahora es también uno de mis lugares favoritos.
Me miró con intensidad, y en un
impulso casi etéreo, me dio un beso en los labios. Un torrente de emociones me
recorrió, y tartamudeé, sintiendo cómo la magia del momento me envolvía.
—Vas
un poco deprisa, ¿no?
Él
se disculpó, el rubor tiñendo sus mejillas.
—Perdona,
es que estoy tan emocionado. No debí...
—Tranquilo,
tienes permiso —le dije, intentando recuperar la compostura—, pero ve más
despacio. Yo no salí con nadie antes, es demasiado para mí en un día. Tú
también me gustas.
Una risa suave escapó de sus
labios, y comprendí que estábamos tejiendo un nuevo hilo en nuestra historia,
un delicado lazo que nos unía en ese escenario de ensueño, donde el arte del
atardecer se fundía con el arte de nuestros corazones, como si el universo
entero conspirara para regalarnos ese instante perfecto.
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