La Biblioteca de los Mil Espejos, concebida por la pluma y el alma de Mercedes Yzquierdo Muñoz, y Ariel Povdrosky, se presenta no como un lugar físico, sino como un estado del alma, imposible saber cuando habla la autora o es Ariel, por ello es un reflejo infinito donde cada lector se convierte en protagonista de su propia odisea interior.Cada entrada es una puerta a un universo paralelo, una invitación a perderse y encontrarse en los reflejos múltiples de estos mil espejos.
Era
un nuevo día y el sol apenas comenzaba a despuntar en el horizonte. Me desperté
llena de emoción y un cosquilleo en el estómago. Sabía que algo especial me
esperaba. La noche anterior, Ariel había mencionado que tenía una sorpresa, y
mi curiosidad crecía a medida que la mañana avanzaba.
Cuando
bajé de casa, lo vi allí, apoyado contra su coche, con esa sonrisa encantadora
que me hacía olvidar cualquier preocupación. Su mirada me recorrió de arriba a
abajo, y sentí que el tiempo se detenía por un instante.
—¿Lista
para la aventura, Meri? —preguntó con un tono juguetón.
—¿Qué
sorpresa me tienes preparada? —le respondí, intentando adivinar mientras me
metía en el auto.
—Te
va a gustar, te lo aseguro —dijo, encendiendo el motor. El sonido del auto
llenó el aire, y al poco rato ya estábamos en la carretera, dejando atrás la
ciudad y sus ruidos.
Mientras
conducía, el paisaje comenzó a transformarse. El asfalto se convirtió en
caminos de tierra rodeados de árboles que parecían saludarnos al pasar. El aire
fresco entraba por la ventanilla, llenando el auto de la fragancia de la
naturaleza.
—No
puedo creer que estés tan tranquila —dijo Ariel, mirando de reojo—. Eres
hiperactiva, interrumpes a la gente y no les dejas hablar cuando estás
nerviosa… Pero, a veces, me sorprende lo sensata que eres, como si llevaras una
calma interior que no todos tienen.
—Quizás
es porque estoy con alguien que me inspira confianza —le respondí, sonriendo
mientras miraba por la ventana, maravillada por la belleza que nos rodeaba.
De
repente, él se giró hacia mí y, con una chispa en sus ojos, dijo:
—Mira,
ya casi llegamos. Pero antes de revelarte la sorpresa, tengo que decirte algo.
La naturaleza, para mí, es como un espejo de nuestras almas. Nos enseña a ser
pacientes, a esperar el florecimiento de cada estación.
—Eso
es hermoso, Ariel —le dije, sintiendo que cada palabra suya resonaba en mí.
Finalmente,
nos detuvimos en un claro, rodeados de majestuosos pinos y un arroyo que corría
alegremente. La luz del sol filtrándose entre las ramas creaba un espectáculo
de sombras danzantes en el suelo, era como ver el alma de los árboles
agitándose y bailando para Dios, mecidos por el viento.
—Bienvenida
al Valle de la Fuenfría —anunció, con una sonrisa de satisfacción—. Este es mi
lugar favorito de Madrid.
No
pude evitar soltar un suspiro de asombro, porque las monjas de mi colegio,
todos los años nos llevaban por junio a esa zona de excursión y sí... era mi
excursión favorita junto a Escalona y Boca de Asno. La belleza de aquel lugar,
entonces solitario, me dejaba sin palabras, y mientras descendía del auto,
sentí que ese hombre me atraía hacia él y a la vez me expandía hacia la
naturaleza, a los demás y me invitaba a conocer cosas de mí que yo misma
ignoraba. Era una sensación extraña, intima, y agradable que hacía que las
mariposas del estómago volaran hasta salirse por mi garganta y revolotear por encima
de mi cabeza.
—Esto
es un sueño —dije, mirando a mi alrededor—. No puedo creer que esté aquí.
Ariel
se acercó, y al poner su mano en mi hombro, me susurró:
—A
veces, la vida nos regala momentos que trascienden lo cotidiano. Ven, vamos a
explorar.
Y
con esa invitación, comenzamos a caminar, dejando atrás las preocupaciones y
abriendo nuestros corazones a la magia de la conexión que nos aguardaba.
Los
días iban pasando, y la conexión entre Ariel y yo se fortalecía con cada
encuentro. Había en nosotros una complicidad que hacía que el mundo exterior se
desvaneciera. Pero un día, mientras charlábamos bajo un cielo azul intenso,
algo inesperado sucedió: Samuel se enteró de que llevábamos dos meses quedando cada fin de semana. Cuando lo vi, no pude evitar sentir una punzada de
nerviosismo, pero para mi sorpresa, su rostro se iluminó con una felicidad
genuina. Era evidente que ver a su hijo feliz lo llenaba de alegría.
Tanto
Samuel como su mujer, Ruth, se habían encariñado conmigo desde el primer
momento. Por eso, no me sorprendió que, en un instante de cálida familiaridad,
me invitaran a un viaje que parecía sacado de un sueño: un viaje a Israel,
partiendo desde Barcelona en su yate. La idea de cruzar el Mediterráneo hacia
Tierra Santa me llenó de una emoción indescriptible. Era mi primer viaje fuera
de España, y la promesa de aventura danzaba en el aire.
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