Cita en la Fuenfría

 


Era un nuevo día y el sol apenas comenzaba a despuntar en el horizonte. Me desperté llena de emoción y un cosquilleo en el estómago. Sabía que algo especial me esperaba. La noche anterior, Ariel había mencionado que tenía una sorpresa, y mi curiosidad crecía a medida que la mañana avanzaba.

 Cuando bajé de casa, lo vi allí, apoyado contra su coche, con esa sonrisa encantadora que me hacía olvidar cualquier preocupación. Su mirada me recorrió de arriba a abajo, y sentí que el tiempo se detenía por un instante.

 —¿Lista para la aventura, Meri? —preguntó con un tono juguetón.

 —¿Qué sorpresa me tienes preparada? —le respondí, intentando adivinar mientras me metía en el auto.

 —Te va a gustar, te lo aseguro —dijo, encendiendo el motor. El sonido del auto llenó el aire, y al poco rato ya estábamos en la carretera, dejando atrás la ciudad y sus ruidos.

 Mientras conducía, el paisaje comenzó a transformarse. El asfalto se convirtió en caminos de tierra rodeados de árboles que parecían saludarnos al pasar. El aire fresco entraba por la ventanilla, llenando el auto de la fragancia de la naturaleza.

—No puedo creer que estés tan tranquila —dijo Ariel, mirando de reojo—. Eres hiperactiva, interrumpes a la gente y no les dejas hablar cuando estás nerviosa… Pero, a veces, me sorprende lo sensata que eres, como si llevaras una calma interior que no todos tienen.

 —Quizás es porque estoy con alguien que me inspira confianza —le respondí, sonriendo mientras miraba por la ventana, maravillada por la belleza que nos rodeaba.

De repente, él se giró hacia mí y, con una chispa en sus ojos, dijo:

 —Mira, ya casi llegamos. Pero antes de revelarte la sorpresa, tengo que decirte algo. La naturaleza, para mí, es como un espejo de nuestras almas. Nos enseña a ser pacientes, a esperar el florecimiento de cada estación.

 —Eso es hermoso, Ariel —le dije, sintiendo que cada palabra suya resonaba en mí.

 Finalmente, nos detuvimos en un claro, rodeados de majestuosos pinos y un arroyo que corría alegremente. La luz del sol filtrándose entre las ramas creaba un espectáculo de sombras danzantes en el suelo, era como ver el alma de los árboles agitándose y bailando para Dios, mecidos por el viento.

 —Bienvenida al Valle de la Fuenfría —anunció, con una sonrisa de satisfacción—. Este es mi lugar favorito de Madrid.

No pude evitar soltar un suspiro de asombro, porque las monjas de mi colegio, todos los años nos llevaban por junio a esa zona de excursión y sí... era mi excursión favorita junto a Escalona y Boca de Asno. La belleza de aquel lugar, entonces solitario, me dejaba sin palabras, y mientras descendía del auto, sentí que ese hombre me atraía hacia él y a la vez me expandía hacia la naturaleza, a los demás y me invitaba a conocer cosas de mí que yo misma ignoraba. Era una sensación extraña, intima, y agradable que hacía que las mariposas del estómago volaran hasta salirse por mi garganta y revolotear por encima de mi cabeza.

 —Esto es un sueño —dije, mirando a mi alrededor—. No puedo creer que esté aquí.

 Ariel se acercó, y al poner su mano en mi hombro, me susurró:

 —A veces, la vida nos regala momentos que trascienden lo cotidiano. Ven, vamos a explorar.

 Y con esa invitación, comenzamos a caminar, dejando atrás las preocupaciones y abriendo nuestros corazones a la magia de la conexión que nos aguardaba.

Los días iban pasando, y la conexión entre Ariel y yo se fortalecía con cada encuentro. Había en nosotros una complicidad que hacía que el mundo exterior se desvaneciera. Pero un día, mientras charlábamos bajo un cielo azul intenso, algo inesperado sucedió: Samuel se enteró de que llevábamos dos meses quedando cada fin de semana. Cuando lo vi, no pude evitar sentir una punzada de nerviosismo, pero para mi sorpresa, su rostro se iluminó con una felicidad genuina. Era evidente que ver a su hijo feliz lo llenaba de alegría.

 Tanto Samuel como su mujer, Ruth, se habían encariñado conmigo desde el primer momento. Por eso, no me sorprendió que, en un instante de cálida familiaridad, me invitaran a un viaje que parecía sacado de un sueño: un viaje a Israel, partiendo desde Barcelona en su yate. La idea de cruzar el Mediterráneo hacia Tierra Santa me llenó de una emoción indescriptible. Era mi primer viaje fuera de España, y la promesa de aventura danzaba en el aire.




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