Naufragos de la Luna




 La noche era un velo de sombras líquidas y reflejos inciertos. En la habitación apenas iluminada, ella contemplaba el espejo con la extraña certeza de que lo que allí se reflejaba no era simplemente su imagen, sino una posibilidad, un portal a algo que aún no comprendía. Afuera, la brisa murmuraba antiguas canciones, y en el filo del silencio, un ave cantora dejó escapar un trino imposible, un sonido que no parecía pertenecer del todo a este mundo.

Su piel se erizó. No era la primera vez que escuchaba esa melodía. Quizás en la infancia, en una vigilia febril. O tal vez en un sueño olvidado. O en una vida anterior. Dio un paso adelante. El espejo tembló, vibrando con un fulgor plateado, como la superficie de un lago bajo la luna. Por un instante, su reflejo se desdibujó, convirtiéndose en luz, en sombra, en otra versión de sí misma que la invitaba a seguir.

Se acercó más. Extendió la mano.

El cristal cedió sin resistencia, como el agua al roce de los dedos. Un instante después, se encontraba al otro lado, en la Biblioteca del Poeta, del Mago del Verbo.

La noche ya no era la misma. Las estrellas no parpadeaban, sino que ardían con una intensidad secreta. A su lado, la bicicleta la esperaba, sujeta por unas manos familiares. Él la miraba con la dulzura de quien reconoce a alguien que nunca se ha ido del todo aunque no haya llegado, y que es parte de ti, porque eres tu mismo desde el otro lado del espejo Alguien que cuando ya esperas irte por la puerta de salida, aparece rompedora por la puerta de entrada.. Sin palabras, subió al asiento y comenzó a pedalear, sin miedo, sin dudas.

El suelo desapareció bajo ellos. No había caminos, solo el vacío estrellado que los sostenía con la ternura de un abrazo. La gravedad dejó de ser una cadena y se convirtió en viento. Pedaleaban sobre la bóveda celeste, dejando tras ellos estelas de polvo de luna, trazando constelaciones con sus risas. No importaba a dónde iban; lo único real era el viaje, el latido compartido, el instante eterno de movimiento y silencio.

Más adelante, suspendido en la ingravidez, un astronauta tocaba un piano de cristal, arrancando notas que flotaban como partículas de luz. Su música se derramaba en el cosmos como una plegaria antigua, una sinfonía perdida que resonaba en los pliegues del universo.

Una pareja danzaba en el aire, sus cuerpos entrelazados en una coreografía infinita. Ella los miró con asombro. ¿Eran ellos mismos reflejados en otra parte del tiempo? ¿Eran sombras de amores pasados o promesas de futuros aún por venir?

Entonces, lo comprendió. El tiempo era una espiral, no una línea recta que gira en círculos dentro de nuestro corazón.

Y a veces se detiene.... Y comprendes que no existe pasado ni futuro, solo este presente suspendido en la vastedad del cielo, mientras un pianista toca la melodía de las esferas. Solo existe el amor, latiendo, brillando, expandiéndose más allá de los límites de la razón, conectando todo y a todos, volviendonos uno, como eramos al principio, llevándonos de vuelta a casa.

Se volvió hacia él y sonrió.

Quizás nunca habían pertenecido del todo a la Tierra. Quizás siempre habían sido náufragos de la luna.

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