Una carta en el cajón...
Buenos Aires, 3 de noviembre de 1989
Querida María,
Espero que vos podás escuchar esta melodía infinita del cosmos al igual que yo. Anoche como todas las noches, soñé contigo, en dos semanas ya voy para Madrid. No voy a permitir que ese vientre empiece a crecer sin estar a tu lado. A la vuelta, vendrás conmigo.
Pero anoche... simplemente, éramos dos átomos, amor, flotando en la inmensidad de un océano invisible. Sin rostro, sin nombre, sin piel que nos limite. Solo movimiento, solo vibración. Danzábamos en la música sin sonido del universo, en la melodía primera que ningún oído escucha pero que todas las almas recuerdan.
¿De dónde venimos? ¿Hemos estado siempre aquí?
Tú y yo éramos una ola en el vacío, una pregunta lanzada al tiempo antes de que el tiempo existiera. Nos encontrábamos y nos perdíamos, colisionábamos y nos atravesábamos, sin saber si éramos el eco de un dios o el reflejo de un sueño.
¿Somos reales, amor, o somos solo la sombra de una idea?
A veces, nos creíamos partículas errantes, diminutos suspiros en la vasta respiración del infinito. Otras veces, nos sabíamos dioses en el espejo de los días, creadores de mundos sin saberlo, chispa y relámpago en la tormenta del todo.
¿Qué es la vida sino un instante en el abismo?
Giramos en espirales de fuego y agua, de viento y polvo estelar. Fuimos roca, semilla, ola, trueno. Fuimos el primer latido en un vientre, la última lágrima sobre una tumba. Fuimos el beso en la penumbra y el silencio entre las palabras.
¿Hay un destino escrito en los hilos de la luz?
Dios nos miraba desde su escondite en la geometría sagrada, y se reía. Sabía que no había respuestas, porque las respuestas solo existen cuando hay final, y nosotros somos eternos.
Nos llamaron Shiva y su esposa, Yin y Yang, Sol y Luna. Nos llamaron materia y espíritu, caos y orden, amor y olvido. Pero solo éramos lo que siempre hemos sido: la danza misma.
El todo y la nada.
Tú y yo.
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