Ukhupacha: El Llamado de los Espíritus
El templo de Ukhupacha emergía entre la espesura como un susurro de piedra y raíz, un santuario devorado por la selva, donde los espíritus antiguos aún dejaban su rastro en la brisa cargada de copal. Sus muros eran de basalto cubierto de líquenes dorados, esculpidos con símbolos que hablaban de un tiempo donde hombres y dioses compartían el mismo pulso. En su centro, un altar de obsidiana reflejaba el cielo entre las sombras, y sobre él, la huella de antiguas ceremonias vibraba aún en el aire.
Las raíces abrazaban las piedras milenarias, como si la selva quisiera devorar los secretos de aquel templo olvidado. El aire era denso, perfumado con el aliento húmedo de la tierra y la fragancia indescifrable de plantas que solo los chamanes sabían nombrar. María avanzó descalza, sintiendo en la piel la caricia de un mundo antiguo que despertaba bajo sus pasos.
Ariel la esperaba en el centro del santuario, pero no estaban solos. Un anciano de ojos incendiados por el tiempo se alzaba junto al altar. Su piel era una cartografía de símbolos, un códice vivo que hablaba de ceremonias y dioses. El chamán, con una túnica de plumas y cuentas de hueso, removía el brebaje en una vasija de barro negro, su voz un murmullo que tejía conjuros con la noche.
—¿Sabes lo que susurra la ayahuasca a quien se atreve a beber su esencia? —preguntó Ariel.
María inclinó la cabeza, atrapada entre el anhelo y el miedo. El chamán alzó la vasija, pero antes de que el líquido tocara sus labios, la realidad se rasgó como un velo arrancado al viento.
Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Su visión se fracturó en mil espejos de tiempo. Vio ríos dorados fluyendo en el aire, estrellas danzando como fogatas celestes, sombras de civilizaciones enterradas en la memoria del mundo. Vio a sí misma en otros cuerpos, en otras vidas, riendo, llorando, amando. Se vio muriendo y naciendo en un eterno retorno.
—¿Es esto el pasado? —susurró, sin saber si hablaba o solo pensaba.
El chamán sonrió con la paciencia de quienes han cruzado muchas veces el umbral.
—El pasado no existe. Tampoco el futuro. Solo hay memoria y olvido. Eres todas tus vidas a la vez.
María vio entonces un jaguar surgir de la espesura, sus ojos dos abismos de oro líquido. Sintió que la llamaba, que la reconocía. Su tótem. ¿O era ella quien lo soñaba?
Ariel la sostuvo antes de que cayera de rodillas.
—Si somos todas nuestras vidas, si el tiempo no es real, ¿qué somos entonces? —preguntó él, sus pupilas reflejando constelaciones invisibles.
—Somos el sueño de la selva —respondió el chamán—. Somos la respiración de la Tierra en forma de carne y pensamiento. Y cuando partimos, volvemos a ser raíz, agua, fuego y viento.
María sintió las lágrimas resbalar sin saber si lloraba por todas las veces que había sido, o por todas las que aún sería. El chamán se arrodilló frente a ella, su mano áspera sobre su frente.
—Tu espíritu ha viajado más lejos que los que beben el brebaje. La selva te ha hablado sin necesidad de filtros. ¿Qué es lo que buscas, hija del tiempo?
María sintió cómo su corazón latía con la fuerza de una tormenta, y entonces lo supo. No una pregunta suya, sino la pregunta más grande que el universo le hacía a través de ella, latiendo en su pecho como un eco de todas las almas que habían sido y serían.
—¿Por qué el amor nos llama a buscar más allá de nosotros mismos? —susurró, temblando.
El chamán cerró los ojos, como si en su interior el viento de los siglos respondiera.
—Porque el amor es el hilo que teje el tapiz de la existencia. Somos fragmentos dispersos de una misma luz, condenados a vagar en la oscuridad hasta que nos encontramos. Y cuando dos almas se miran y se reconocen, el universo recuerda su propia eternidad.
María sintió que su cuerpo ya no le pertenecía, que su esencia se expandía más allá del tiempo y el espacio. Ariel la sostuvo con suavidad, y en su abrazo entendió que no había distancia ni muerte ni olvido. Solo un amor tan vasto como las estrellas, tan infinito como el propio universo.
Pero aún quedaba una duda en su pecho, un vértigo que se enredaba entre sus pensamientos como una raíz inquieta.
—¿Fue el amor lo que me trajo aquí o el dolor? —preguntó con la voz quebrada—. ¿Esto es real?
El chamán la miró con infinita ternura y respondió:
—No hay diferencia entre amor y dolor, porque ambos son puertas que conducen al despertar. Y real… real es todo aquello que transforma tu alma.
María sintió cómo esas palabras se posaban en su espíritu como hojas en el agua. Pero entonces Ariel, que había permanecido en silencio, le tomó las manos con la delicadeza de quien sostiene un fragmento del infinito y le susurró:
—El amor y el dolor son ríos distintos que terminan en el mismo mar. Uno nos llama, el otro nos empuja. Pero lo que te trajo aquí no es ninguno de los dos… es el hambre de tu alma por recordar quién eres.
María lo miró, atrapada en la bruma de sus ojos.
—¿Y qué soy? —susurró.
Ariel sonrió, acariciándole el rostro con la punta de los dedos.
—Eres la pregunta eterna buscando su propia respuesta. Y cuando la encuentres, el universo cambiará para siempre.
María sintió que flotaba en su mirada, perdida en un abismo sin principio ni final. Ariel se acercó aún más, y en un murmullo que solo ella pudo escuchar, dejó caer la última verdad como quien entrega un secreto sagrado:
—Estás aquí porque eres mi reflejo en el espejo. Eres yo, y yo soy tu, eres tan mía como yo tuyo. No sé dónde termino y empiezas tú, cuando nos miramos. No se porque dejé de ser un niño y soñarte, o si fuistes tu, pero me alegro que volvieras. Despierto sin saber que estuve a tu lado pero todos dicen que ultimamente estoy colgado de una palmera, quizás por eso, vinimos a la jungla...
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