Chocolate con churros en la Giralda
Viajar entre espejos, cuando nadie te devolvió tu reflejo, o cuando otros distorsionaron la imagen con la sombra de su propio abismo, es un ejercicio peligroso. Puede atrapar a una aspirante a bibliotecaria en un juego sin retorno, un laberinto de imágenes fragmentadas donde la realidad se disuelve como tinta en el agua. Pero tal vez, solo tal vez, ese espejismo que ella misma había creado fuera lo más real que había tenido en su vida.
Desde la infancia, apenas cumplidos los 6 años, había aprendido a habitar el umbral entre lo real y lo imaginario. Desde el momento en que el dolor la mordía con fauces invisibles en la quimioterapia, cuando la leucemia convertía su cuerpo en un campo de batalla silencioso, le daba la mano a aquel niño bonanerense de amplia sonrisa, tímido pero con humor loco que le hablaba de Picapiedras, Supersonicos y Embrujada. Siempre confío o necesitó confiar en aquel sueño, desde la noche en que su padre, cegado por el glaucoma y la locura, le arrebató la inocencia, con apenas 13 años, y la hizo sentirse menos que nada y desear ser fea o mejor invisible. Desde los días de triunfos y fracasos en los que su reflejo oscilaba entre la certeza y el olvido.
Y desde el amor. O lo que ella había creído que era amor. Porque los dos hombres que la acompañaron en distintos momentos de su vida no supieron verla más allá de su propia necesidad de poseer un reflejo. Se desvanecieron como humo en la lluvia, demostrando que eran más espejismo que su fiel amigo invisible, el único que siempre había estado allí. El que le enseñó los rincones ocultos del mundo, incluida su propia ciudad Buenos Aires. Siempre terminaba el dia en sus sueños charlando con él.
Esa tarde, en la cafetería, con la lluvia golpeando los ventanales y el aroma del chocolate envolviendo el aire, ella solo quería abrir su alma en canal. Sentir el calor de la taza entre los dedos y saber, por un instante, que existía. Que no era solo un reflejo perdido en los espejos de su propia memoria.
Aquel día cruzó el espejo cuantico de sus sueños de madrugada, hacia un lugar, que le recordaba a San Ginés en Madrid, donde por cierto nunca pudo entrar... y lo tenía en su lista de deseos pendientes, para cuando encontrase el amor verdadero... pero ya con 55 años, sentía que sería en otra existencia. Quien podría quererla, ahora con canas, gorda y llena de dolores, cuando no lo hicieron cuando alcanzó la cumbre de su belleza. Pero la madrugada era suya, y estaba allí, su amor invisible, la había llevado a el corazón palpitante de Buenos Aires, donde las calles murmuran historias de amores y desencuentros, allí es donde se erige La Giralda, una joya atemporal en la emblemática Avenida Corrientes. Fundada en 1930, esta cafetería había sido testigo de innumerables encuentros y promesas susurradas al calor de un chocolate espeso y churros crujientes.
Allí estaba ella, con un vestido escocés, su boina roja y una chaqueta del mismo tono burdeos. Las imagenes eran borrosas, se iban aclarando según le escuchaba...
Imaginá una tarde de otoño a finales de los años 80. Las hojas doradas danzan al compás del viento, alfombrando las aceras húmedas. Afuera, la lluvia golpea con fuerza, creando una sinfonía melancólica que invita a la introspección. Dentro de La Giralda, el ambiente es cálido y acogedor. Las paredes blancas, adornadas con azulejos y espejos, reflejan la luz tenue de las lámparas, creando un refugio del bullicio exterior, realmente este sitio le encantaba a mi madre.
En una mesa junto a la ventana, dos almas se encuentran. Las gotas resbalan por el vidrio, distorsionando las luces de los teatros cercanos. Ella, con una bufanda de lana enredada en su cuello, juega distraídamente con la cucharilla, trazando círculos en la espuma del chocolate. Él, con una mirada profunda, observa cómo el vapor asciende de su taza, como si en ese humo se escondieran respuestas a preguntas no formuladas.
La conversación fluye, pausada y sincera. Hablan de la existencia, de los caminos que los han traído hasta aquí, de las almas gemelas y de si el destino es un hilo invisible que une a quienes están destinados a encontrarse de formas extrañas que parecen milagros surgidos de la mano del Creador. Afuera, la tormenta arrecia, pero dentro de La Giralda, el tiempo parece detenerse.
Él toma su mano y, con voz suave pero firme, dice: "Por amor, yo me iría a la luna". Ella sonríe, sus ojos brillan con una mezcla de sorpresa y ternura. "¿Y qué harías en la luna?", pregunta, jugueteando con la idea. "Buscaría las estrellas más hermosas para traértelas y colocarlas en tu cielo", responde él, apretando ligeramente su mano.
-Ella río, con esa risa, nitida, pura e inocente que a él le sonaba a repiqueteo de campanas...
-me conformo con viajar contigo, cocinar juntos o ver una puesta de sol, junto a una cascada o el mar.
La Giralda, con su esencia nostálgica y su aroma a chocolate y churros recién hechos, se convierte en el escenario perfecto para este diálogo íntimo. Es un lugar donde el pasado y el presente se entrelazan, donde cada rincón guarda secretos de amantes que, como ellos, encontraron en sus mesas un espacio para soñar y compartir sus anhelos más profundos.
Él inclina la cabeza, como quien saborea una pregunta antes de responder. Afuera, la lluvia sigue su danza frenética contra los adoquines, pero aquí dentro, el tiempo se pliega sobre sí mismo, como si la conversación tejiera su propia eternidad.
—Estrellas no… —repite él, jugando con la idea—. Pero notas musicales, sí. Atraparía las notas de una canción, un valsecito que pudieramos bailar...Las atraparía en un pentagrama invisible y compondría una melodía que solo tú podrías escuchar. Una canción sin final, porque algunas almas necesitan música más que palabras.
Ella sonríe, pero su mirada se vuelve seria por un instante.
—¿Y tendrías paciencia con mis distracciones de disléxica? —pregunta, como si la respuesta fuera un mapa para orientarse en la tormenta de su mente—. A veces me pierdo en mis pensamientos, en los detalles que otros no ven, en caminos que no llevan a ninguna parte.
Él entrelaza sus dedos con los de ella, como si sostuviera algo frágil y sagrado.
—Te esperaría en cada desvío, en cada recodo de tus pensamientos. Caminaría a tu lado aunque el sendero no tuviera lógica alguna. Porque algunas almas no están hechas para seguir líneas rectas, sino para danzar en espirales.
Ella aprieta su mano, sintiendo la calidez de una promesa que no ha sido dicha, pero que flota entre ellos como un hechizo.
—¿Y me darías la libertad de un águila para volar alto? —su voz es apenas un susurro, pero en su tono hay una súplica velada, el miedo de quien ha conocido jaulas disfrazadas de abrazos.
Él la mira con la intensidad de quien comprende lo que significa amar sin cadenas.
—No solo te daría la libertad, sino que me aseguraría de que tu vuelo sea eterno. Porque algunos amores no son nidos… son cielos abiertos.
Ella cerró los ojos por un instante, dejando que sus palabras flotaran en el aire, como hojas mecidas por el viento. Cuántas veces le habían prometido libertad, solo para descubrir que era una cuerda larga, pero cuerda al fin. Cuántas veces había sentido el peso de miradas que la querían retener, domesticar su vuelo, recortar sus alas con la dulzura engañosa de la posesión. Pero en su voz, en la certeza con la que él hablaba, no había cadenas ocultas ni barrotes disfrazados de falsas y egoistas caricias. Había horizonte. Y en ese horizonte, ella se vio volando alto, sin miedo, sin dudas, con el viento a su favor y la certeza de que, por primera vez, alguien no quería atraparla, sino verla surcar el cielo sin mirar atrás. Alguien incluso dispuesto a lanzarse al vacío junto a ella, para volar juntos y fluir con el viento, en las subidas y bajadas de la vida.
La Giralda respiraba con ellos. En la mesa, dos tazas de chocolate aún humean, testigos de un instante suspendido entre el pasado y el futuro. Afuera, la tormenta arrecia. Adentro, una historia comienza a escribirse en la piel de las memorias del olvido, o que no sucedieron, o quizas si pero en mundos paralelos.
-Deberías olvidarme,Ari, y buscar una novia de verdad... dejar de responder en tus sueños, a mis preguntas, o sentir mi voz en tu corazón creyendo que es la tuya propia pero que digo... debo ser yo quien debe buscar a alguien real. Pero algo me retiene aquí y despierta las ansias de escribir sobre nosotros, y un amor único.
-Yo se, que tu existes, y un día, nos miraremos a los ojos y sabremos que esto es tan verdad como lo que hay ahí al otro lado del espejo. Te prometo, que cuando sepa tu nombre, iré a verte aunque sea a la Luna o el Polo Norte.
Es cierto, siempre olvido mi nombre cuando cruzo al otro lado...pero el me llamaba Maria... ignorando que María, era la mitad de mi nombre, como el era la otra mitad mía y yo le puse Ariel, porque de niña, cuando me acompañaba en la quimioterapia, me mostraba su don con los animales y las plantas, para que olvidara el dolor,y Ariel era el angel de la naturaleza... aparte era noble y jugueton como un león, salvo cuando se ponía serio, y rugía, vaya si rugía... Sobre todo cuando le tiraba de su pelo oscuro y ondulado. y le decía te quiero susurrandole al oido.
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