Amor, Música y Sushi bajo los Cerezos: Un Viaje de Buenos Aires a un instante del Japón Medieval
La música no era para él un oficio ni un entretenimiento, sino un lenguaje secreto, una clave de acceso a otras realidades. Sus raíces sefarditas le conferían el peso de un linaje errante, de un exilio perpetuo que lo hacía habitar el mundo sin pertenecer del todo a él. En cada acorde, en cada disonancia buscaba, quizá sin saberlo, la puerta hacia lo inefable, hacia esa armonía que solo conocen los iniciados. Era un alquimista del sonido, un eterno aprendiz del misterio.
Ariel no se conformaba con lo tangible, ni con lo dicho. En su arte, en su pensamiento, en su vida, había siempre una búsqueda, una negación de lo estático. Su música no solo creaba atmósferas, sino que invocaba ausencias, rescataba ecos de otros tiempos. Era perfeccionista, apasionado, pero sobre todo, un explorador de lo invisible.
Para su esposa, María, estar con él era un ritual de sanación. Le encantaba bañarse con él; Ariel poseía un don, una suerte de alquimia sutil en sus manos, capaz de disipar de sus hombros el peso de los días, de limpiar la energía que, por su sensibilidad empática, absorbía sin haber aprendido aún a defenderse. En el agua, en el roce de sus manos, se desvanecía la carga del mundo.
Su legado no es solo el de un artista, sino el de un hombre que, como los antiguos sabios, entendió que la realidad es solo un reflejo y que la verdadera música —como la verdadera vida— ocurre en un ámbito más alto, inaccesible para la mayoría.
Ariel Povdrosky había salido temprano aquella mañana para dirigirse a la sede principal de la empresa de su padre.Pero Ariel no era solo eso. Nunca se dejó arrastrar por la frialdad de los números ni por el vértigo de la riqueza. Su esencia era otra: profunda, sutil, inquieta. Tenía el porte de un hombre acostumbrado a tomar decisiones trascendentales, pero en su mirada ardía algo distinto: el deseo de una vida real, la urgencia de sentir.
Nos habíamos conocido en una de las empresas de su familia. Nunca imaginé
que aquel hombre de modales impecables, que olía a madera y a promesas
inconfesables, se detendría en mí con tanto fervor. Pero lo hizo. Y ahora,
recién casados, vivíamos en una casa bañada de luz, en la zona más exclusiva de
Buenos Aires, rodeados de lujo, aunque solo nos importara la intimidad de
nuestra propia piel.
Esa tarde, su llamada irrumpió en mi espera. Su voz tenía esa calidez que
siempre lograba recorrerme como un roce apenas audible.
—Mari, mi vida… ¿dónde estás?
La voz de un amante que reclama. No un empresario, no un heredero. Mi
hombre. La sola idea me estremecía, pues no sabía bien que bien había yo hecho
en el mundo para merecer tal regalo del cielo.
—Mi reina… —susurró, con un deje de impaciencia disfrazada de dulzura—. Hoy
salgo antes, te lo prometo. Decime un lugar y ahí estaré. Quiero verte.
Necesito verte…
La pausa se llenó de imágenes. Él cerrando los ojos en su despacho,
imaginándome en casa, con un vestido ligero, con la piel tibia por la espera.
Sabía que habían pasado semanas desde nuestra última salida, y eso lo torturaba
pero las cosas se habían complicado alguien que no daba la cara quería
absorverlos a través de empresas pequeñas y medianas para conseguir tierras que no debían ser
explotadas devastando el bosque. Su abuelo que fue curado, tras un accidente,
se lo había jurado a unos mapuches pues a cambio cada día serían más
abundantes, en salud, en riqueza, en amor…de lo contrario su familia sería
pobre, la tierra no era de nadie, ellos sólo eran sus custodios.
—Te extraño, amor… ¿dónde nos encontramos?
—¿Y me preguntas a mí? —reí apenas, jugando con mi propio deseo—. Tú eres el
bonaerense… Necesito ir al sitio más bello de la ciudad.
—Mi vida, pero si el porteño soy yo… —su risa ronca, la misma que me hacía
estremecer—. Dejame pensar… Para algo así, tiene que ser un lugar especial.
¿Qué te parece el Jardín Japonés? Un refugio dentro del caos, un rincón donde
todo parece fluir en un tiempo distinto. Hay un puente rojo que cruza el lago…
Quiero verte caminar sobre él, descalza, sintiendo la madera tibia bajo tus
pies. Quiero sentarme contigo en un banco escondido, mirarte a los ojos,
hundirme en vos…
Hizo una pausa, y su voz descendió hasta volverse apenas un murmullo.
—Te quiero para mí, María. Esta noche, solo para mí.
Me mordí el labio.
—Aún recuerdo que en nuestra primera cita hace dos años en Madrid, me
dijiste un poema de Neruda… "Voy a hacerte lo que la primavera hace con
los cerezos…"
Escuché su suspiro al otro lado del teléfono, como si el recuerdo lo
recorriera entero.
—Cómo olvidarlo, mi amor… —su tono era hondo, aterciopelado—. Madrid en
primavera, la Gran Vía iluminada, y vos… con la piel iluminada por los faroles,
con ese perfume que me hizo perder la razón. Cuando te dije ese verso, te
mordiste el labio, como ahora. Como si lo hubieras estado esperando toda tu
vida.
Hizo una pausa, y entonces, con esa cadencia suya que me envolvía como un
lazo, susurró:
El aire se volvió denso, el tiempo, líquido.
—Y ahora míranos, dos años después, en Buenos Aires, a punto de caminar
juntos entre los cerezos de verdad. Pero esta vez, María, no es solo poesía… es
nuestra realidad.
Cerré los ojos, sintiendo la electricidad que nos unía incluso a la
distancia.
—El Jardín Japonés me hace sentir como una geisha…
Él sonrió, lo supe por el silencio que se llenó de deseo contenido.
—Entonces, mi amor… yo seré tu samurái. Esta noche, el Jardín será nuestro
refugio.
Una promesa implícita, una invitación a lo inconfesable.
—Decime, amor… cuando estemos ahí, entre los cerezos, en ese banco
escondido… ¿qué me vas a hacer?
—Ese banco que ya nos conoce tan bien… —dejé la frase suspendida en el aire,
como una caricia invisible—. No lo sé, pero quizás tú tengas alguna idea…
Y antes de que pudiera responder, colgué.
Ariel se quedó con el teléfono en la mano, sintiendo aún mi voz enredada en
el eco del auricular. Pero en ese instante, antes de que pudiera formular
siquiera un pensamiento, sintió mi presencia. Detrás de la puerta de su
despacho, mi perfume flotaba en el aire, insinuante, inconfundible.
Afuera, Buenos Aires latía con la cadencia cálida de una tarde de primavera
avanzada, cuando el sol se estira en el horizonte y la ciudad parece suspirar
bajo su resplandor dorado. La brisa traía un eco de risas desde las terrazas de
Palermo, donde las copas de vino blanco brillaban bajo los últimos rayos del
día. En la Avenida Alvear, los árboles proyectaban sombras alargadas sobre las
fachadas señoriales, y en los parques de Recoleta, las jacarandás comenzaban a
soltar sus últimas flores, tiñendo los caminos de un violeta desvaído.
Bajamos por la Avenida 9 de Julio, donde el Obelisco se alzaba recortado
contra el cielo teñido de un naranja intenso. La brisa cálida traía el eco de
las bocinas y el murmullo de la gente apurando el paso hacia la noche porteña.
Cruzamos la calle Arenales, dejando atrás los teatros y los cafés con sus mesas
llenas de conversaciones.
Ariel me guiaba con paso seguro, su mano rozando la mía apenas, como si
quisiera alargar el deseo de tocarme. Al llegar a la Plaza San Martín, tomamos
un taxi que nos alejó del centro, dejando atrás el bullicio del microcentro
para adentrarnos en las calles más apacibles de Palermo.
El automóvil avanzaba por la Avenida del Libertador, flanqueada por los
parques que comenzaban a iluminarse con las primeras farolas de la noche. Los
jacarandás en flor derramaban su color lila sobre la vereda, y la brisa traía
su aroma dulce, mezclado con la humedad de la ciudad. En el interior del coche,
el silencio era denso, cargado de electricidad. Ariel me miraba de reojo, con
esa intensidad que me hacía arder por dentro.
No llegamos al Jardín Japonés sin antes detenernos en un semáforo en rojo,
justo frente al Rosedal. Fue en ese instante, con la luz del atardecer
filtrándose por la ventanilla, que sentí su mano deslizándose por mi cadera. Un
roce lento, apenas un gesto, pero lo suficiente para encender mi piel.
—No puedo esperar —susurró, su voz rozándome el oído como un aliento tibio.
Giré el rostro hacia él, pero no me dio tiempo a responder. Sus labios
buscaron mi cuello, rozando apenas la piel con la suavidad de quien conoce el
terreno que pisa y quiere demorarse en cada detalle. Un beso, leve, apenas una
caricia húmeda que se transformó en un segundo más largo y profundo.
Mi respiración se entrecortó. Sentí sus dedos presionando con firmeza mi
cintura mientras sus labios ascendían lentamente hasta los míos. Y entonces me
besó, sin prisa, pero con esa mezcla de ternura y hambre contenida que solo él
sabía manejar con maestría.
El taxi avanzó de nuevo, y el mundo afuera siguió su curso. Pero para
nosotros, el tiempo se había detenido.
El taxi se detuvo suavemente junto a la entrada del Jardín Japonés. La noche
ya se había desplegado sobre Buenos Aires, pero el calor aún flotaba en el
aire, mezclado con el perfume de los árboles y el rumor de la ciudad en la
distancia.
Mientras pagabas, yo ya estaba fuera, alisando con delicadeza mi vestido
blanco de lunares rojos, ese que se movía con una cadencia sutil al ritmo de
mis pasos. Me acomodé la pamela roja con un gesto casi distraído, aunque sabía
que me observabas.
Te recordé a Audrey Hepburn en Vacaciones en Roma:
la mezcla de inocencia y travesura, la belleza que prende una chispa en la
mirada ajena, un fuego que se aviva en el contraste entre lo etéreo y lo
terrenal. Me sonreí a mí misma al verte acercarte con ese aire de certeza y
deseo apenas contenido.
Pagaste la entrada sin apartar los ojos de mí y nos adentramos en el jardín.
La noche transformaba el espacio en algo casi irreal, como un cuadro de
pinceladas suaves y sombras danzantes. El murmullo del agua en los estanques,
el reflejo de la luna fragmentado en la superficie, los senderos iluminados
apenas por la luz tenue de las linternas de papel… todo parecía tejido con
hilos de un sueño que aún no queríamos despertar.
Nos dirigimos al restaurante japonés, donde el aroma del arroz cocido y el
alga nori se entrelazaba con la fragancia de la madera y el incienso leve que
flotaba en el aire. El tatami bajo los pies, el murmullo de las voces en un
idioma que no entendíamos pero que parecía música de fondo para nuestra propia
historia.
Nos sentamos en un rincón discreto. A través de las ventanas de papel, la
silueta de los cerezos parecía suspendida en un tiempo diferente al nuestro.
Pedimos sashimi moriawase, un surtido de cortes precisos de
atún, salmón y pez mantequilla, dispuestos con la perfección de un ikebana
efímero. También unagi nigiri, anguila lacada
en salsa dulce, y gyoza doradas al punto justo,
crujientes por un lado y suaves por el otro.
El sake llegó caliente, servido en pequeños ochoko de
cerámica blanca. Lo sostuve entre mis manos un instante antes de beberlo,
sintiendo su calidez ascender por mi garganta.
Tú no hablabas. Solo me mirabas.
Esa forma de mirarme… con esa sonrisa que no podías borrar, como si
estuvieras descubriendo algo que el resto del mundo aún no había notado. Como
si el ajetreo del restaurante, la gente, el sonido de los platos al ser
colocados en otras mesas, todo se hubiera desvanecido en un telón de fondo
irrelevante.
—Si alguna vez existió un pecado original —dijiste, con esa voz grave y
pausada que me recorría como un río subterráneo— fue no haber nacido antes para
adorarte.
Un escalofrío me erizó la piel. Te sostuve la mirada un segundo de más,
atrapada en el vértigo de una respuesta que no llegaba.
Y entonces, con el tono casual de quien anuncia el postre, agregaste:
—Cuando salgamos de acá, te voy a coger… y a coger hasta que no sepamos donde empieza uno y termina el otro.
Te di una patada rápida por debajo de la mesa, pero mi risa me traicionó.
Nerviosa, como quien se sabe atrapada en un juego peligroso y delicioso a la
vez.
Tú solo seguiste sonriendo.
Alzaste la copa de sake, con esa mirada cómplice que era más caricia que gesto. Me encogí de hombros con falsa inocencia y bebí, sintiendo cómo el calor del alcohol y de tu voz se mezclaban dentro de mí.
Y sin esperármelo, tu mano cogió la mía y comenzó a acariciar mi muñeca, con
la suavidad de quien toca algo valioso, algo frágil. Pero la sorpresa mayor fue
sentir tus dedos deslizándose por debajo del vestido, trazando círculos en mis
rodillas, subiendo lentamente, explorando con esa lentitud calculada que me
hacía contener el aliento.
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