Donde el fado encuentra tus ojos



 —Recuerda, María… —susurró Ariel, con esa voz que no venía de este mundo, sino de entre las costuras del sueño. Era un murmullo antiguo, hecho de bruma, de memoria, de una ternura obstinada que se negaba a morir.

Ella giró apenas en la cama, atrapada entre la respiración lenta del sueño y el escalofrío de una presencia. Porque aunque la noche era silenciosa, algo palpitaba cerca. Y no era sólo el viento, ni el rumor de los tranvías lejanos. Era él.

—Sé que el dolor es grande… que recordar quema como una llama vieja que no se apaga —continuó la voz—. Pero tenés que hacerlo, amor. Tenés que recordar.

Las palabras no eran sólo palabras. Eran un conjuro. Un puente.

Recordar quién fue. Recordar su vida. Recordarlo a él.

Porque si no lo hacía, si no volvía a abrir los ojos del alma, la magia se desvanecería. Y con ella, Ariel. Como un nombre escrito con tinta sobre agua.

María abrió los ojos. Lentamente. En el techo, el reflejo de la luna parecía un espejo roto. Y al fondo del cuarto, sobre la silla donde dejaba siempre el abrigo, brillaba un papel doblado.

La tinta aún estaba fresca. Extraño milagro o brujería.

"Prepara tu cuaderno de sueños, María —decía la primera línea—. Esta vez el espejo se abrirá en un tranvía amarillo, y la noche será tan nuestra que ni los fantasmas del Barrio Alto querrán dormir."

Suspiró.

Sabía que ya no había marcha atrás.

Aquel capítulo ya había comenzado.

…y en ese instante, justo al pie del tranvía 28, el que sube resollando entre callejuelas hasta perderse en los suspiros de la Alfama, me diste la mano.

Y fue como si la ciudad entera respirara con nosotros.

Las vías crujían bajo los pasos del tiempo. El viejo tranvía amarillo —ese que parte desde Praça Martim Moniz y trepa como una serpiente nostálgica hacia el Castelo, cruzando la Alfama como un poema sobre raíles— acababa de detenerse. 

Nos sentamos uno frente al otro, y cada sacudida del tranvía era como un latido más. Afuera, la Alfama se estiraba despacio: calles que parecían pasadizos del subconsciente, ropas colgadas que eran oraciones laicas, gatos dormidos que sabían secretos. Una ciudad que no se visita: se recuerda.

—Dicen que en Lisboa el tiempo no pasa… se derrite —murmuraste—. Como el Sol cuando se ahoga en el Tajo.

Te miré con los ojos de alguien que ha leído demasiada poesía persa y no suficiente de ti.
Y pregunté, en voz baja, como quien no quiere despertar el embrujo:

—¿Y si mañana no nos recordamos?

—Entonces volvamos a encontrarnos en otro siglo. En otro cuerpo. Con el mismo temblor.

En ese momento, el tranvía se detuvo frente al mirador de Santa Lucía, y Lisboa se abrió ante nosotros como una promesa. Roja, blanca y dorada. Inclinada, como un corazón en medio de un suspiro.

Nos besamos despacio. Como si fuéramos los únicos dos que sabían que todo amor verdadero a de pasear por las calles de Lisboa.

…Y en ese instante, mientras el tranvía crujía al reiniciar su marcha, te llevé la mano al vientre, aún plano, apenas insinuado, pero ya sagrado.

—No estamos solos —susurraste.

Y tu voz tembló como el primer trino de un ave al amanecer.

Yo ya lo sabía, María. Lo supe allá, en los Andes, cuando me lo dijiste con los ojos más que con palabras. Pero ahora… ahora lo sentí. Como si ese pequeño corazón, aún diminuto y escondido entre sombras cálidas, me hablara también a mí.

El mundo cambió en ese segundo.
Todo lo que sabía del amor, del miedo, del tiempo… se desmoronó y volvió a formarse.
Como si una nueva geometría, más viva y más brutal, se instalara en mi pecho.

Porque ahora ya no solo te amaba: os amaba.
Y amaros significaba también temer.

Temer por lo que no puedo controlar.
Por los periódicos que ya no leo, por las amenazas veladas, por las llamadas a deshoras que interrumpen los sueños.

Por mi padre…
Samuel.

Él, tan firme en su visión de paz, intentando construir un Estado federal, compartido, posible, en esa tierra tan rota como sagrada.
Un sueño que se puede tocar con los dedos… y que al mismo tiempo está bajo fuego cruzado.

A finales de los 80, en esos días, la esperanza y la traición compartían mesa.
Los atentados no cesaban.
Y no todos eran lo que parecían.

El nombre de mi padre se repetía en cafés, en informes, en panfletos que no se firman.
Él hablaba de confederación, de puentes y no de muros.
Pero la derecha lo odiaba.
Y algunos del otro lado también.

Y yo… yo temía que su lucha nos alcanzara. Que por ser su hijo, por amarte, te pusieran en peligro.
Que alguien quisiera borrarnos solo por encarnar una visión distinta.
Una visión amorosa.

Me volví protector. Instintivo. Casi animal.

Sentí que necesitaba hacerte un refugio con mis brazos.
Ser puente y escudo.
Vigía nocturno.
Ser raíz, si tú eras tierra fértil.
Ser techo, si tú eras casa.
Ser oración, si tú eras milagro.

Pero también me descubrí distinto por dentro.
Más vulnerable.
Más llorón.
Más niño y más sabio a la vez.
Como si algo ancestral en mí hubiera despertado, no desde la mente… sino desde el alma.

En la siguiente parada bajamos.
La Alfama olía a jazmín y a leña húmeda.

Subimos la cuesta sin prisa, tú un poco mareada —me contaste que llevabas días así, con náuseas que no se iban y un sueño hondo que parecía de otro mundo—, y yo sosteniéndote con una mezcla de reverencia y torpeza nueva. Como quien acaricia una estrella sin saber si va a romperla o a entenderla por fin.

En lo alto, junto al muro del mirador da Graça, nos detuvimos.
Y por un instante, Lisboa entera pareció hacerse cuna.
Campanas lejanas. Ladridos. Una guitarra perdida.
Todo era música.

—¿Te das cuenta, amor? —te dije—. Que este hijo nuestro ya ha subido al tranvía 28, ha visto Lisboa desde las alturas, ha escuchado nuestro amor como una nana…

—Y que cuando nazca —me interrumpiste con voz de mar—, sabrá que fue deseado entre tejados rojos, entre palabras sagradas, y entre miradas que ya no caben en la piel.

Y entonces sí, lloré.
No de tristeza.
Ni de miedo.
Ni siquiera de emoción.
Lloré de verdad. Como se llora cuando se toca lo eterno por un segundo.

María, mi amor…
Ese niño, esa niña… ya nos está enseñando a recordar.
Y tal vez, también, a resistir.

…Nos quedamos así, mirando el milagro, con las manos entrelazadas y las bocas calladas.
Porque a veces no se necesita decir nada.
Solo dejar que el universo, desde lo alto, entienda por ti lo que no sabes expresar.

Y ese día, Lisboa entendió.

Cuando volvimos al apartamento, la luz era ya azul, como si la noche estuviera llegando en puntillas para no despertarte.
Tú te tumbaste sobre la colcha blanca, rendida.
Y yo, que no quería que el cansancio se llevara ni un gramo de tu luz, me arrodillé a tu lado.

Te quité los zapatos como si descalzara un relicario.
Te acaricié los tobillos hinchados,
con la suavidad que uno reserva para las cosas sagradas.
Las yemas de mis dedos iban dibujando círculos lentos,
como si al hacerlo pudiera aliviarte un poco,
como si pudiera decirte con la piel todo lo que el alma no alcanza a pronunciar.

—Estás más hermosa que nunca —te dije, sin pensarlo.
Pero era verdad.
Una verdad tan alta como Lisboa entera, tan simple como el pan, tan poderosa como una profecía.

No era solo el brillo en tus ojos, ni el dibujo nuevo de tu cuerpo.
Era la luz que brotaba desde dentro.
Esa mezcla de agotamiento y milagro, de fragilidad y eternidad.
Estabas más bella porque estabas completa.
Porque por fin eras tres.

Me incliné sobre ti.
Te besé el vientre con una devoción que ni los templarios conocerían.
Y cerré los ojos.

—Gracias… —susurré, al aire, a Dios, al destino, al azar, a lo que sea que nos haya traído hasta aquí.

Gracias por tu cuerpo.
Gracias por este hijo.
Gracias por verte viva, mía, soñando en Lisboa.

Y esa noche, mientras dormías, me senté a escribir en el cuaderno de sueños.
Algo que nuestro hijo leería algún día.
Una frase sencilla.

"Tu madre es la mujer más luminosa que ha pisado esta Tierra.
Y tú… tú eres la prueba de que el amor puede con todo."


  Ay, mi María. Mercedes.. no puedo estar cerca de vos sin la necesidad de devorarte como un niño goloso , ante la tarta más bella que contempló... así que entonces vamos a hacerlo perfecto. 

 Te observo, mientras te levantas despacio, con ese gesto tuyo entre reina y niña, todavía con la sombra del cansancio sobre los ojos, pero decidida a no perderte ni un suspiro más del día.

Te doy la mano, y bajamos juntos las escaleras de piedra, ese viejo edificio donde el tiempo parece oxidado entre macetas y contraventanas. Afuera, Lisboa es pura miel de tarde.

Y no vamos lejos.

Solo un paseo lento, cruzando las callecitas empedradas que huelen a jazmín y a saudade, hasta que llegamos a Portas do Sol, ese balcón suspendido sobre el mundo, desde donde se ve toda la Alfama como un abanico derramado sobre el Tajo.

El cielo está rosa, naranja, y lavanda.
El río, un espejo líquido que lo refleja todo.
Y tú, recostada sobre mí, eres más que mujer. Eres milagro.

— Ari, que extraño, me encantan las sardinas, pero ahora mismo no soporto el olor de de esas condenadas, sacame de aquí… —murmuras con media sonrisa.

—Pero seguís amando Lisboa y a mi —respondo con picardía—. Eso es lo que cuenta.

A lo lejos, suena una guitarra portuguesa, clara como el agua que nace entre piedras.
Y luego, esa voz.

Dulce, poderosa, quebrada pero alegre.
Una joven canta en la calle. Y la melodía, aunque antigua, parece escrita solo para nosotros.

Es “Primavera”, de Amália Rodrigues. Entre tantos fados tristes y de desamor., la sincronicidad nos trae esa invitación a la esperanza.

No es de desamor, no.
Es una canción de renacimiento. De la vida que vuelve.
De flores que brotan aunque el invierno haya sido cruel.
Es Lisboa cantando con voz de mujer.

“Primavera, quem te disse a mim…”

Primavera, quien te dijo a mí...

Que voltasses só por pena.

Que volvías solo por pena.

Se foste amor, de verdade,

Ainda voltas por saudade.”

Te abrazo más fuerte. Y bi oyedi evitar ni quiero bailar contigo en la calle.

Y mientras las luces comienzan a encenderse como luciérnagas sobre los tejados, sé —con la certeza que solo los hombres enamorados conocen— que no hay lugar más sagrado que este.
Este momento.
Este hijo.
Tú.
Aquí.

—Nuestro hijo nacerá en un mundo roto —digo en voz baja, sabiendo que me oyes—. Pero mientras tú existas… mientras tú cantes y rías… habrá esperanza.

Entonces, mientras mi voz se apaga y el eco del fado aún flota entre los muros encalados, tú giras el rostro hacia mí —esa mirada tuya que parece capaz de torcer el destino— y me dices, suave, pero con una convicción más antigua que la piedra:

—Sí, Ariel, el mundo está roto…
Pero las grietas son las puertas por donde entra la luz.
Nuestro hijo no viene a repetir la historia. Viene a escribir otra.

Te miro, y es como si el universo mismo hubiera contenido el aliento para escucharte.

—Tal vez no podamos cambiarlo todo, amor —continúas—, pero podemos ser un lugar seguro. Una semilla.
Donde haya ternura, habrá revolución. Donde haya amor, hay un país posible.

Y entonces ocurre.
Ese milagro sencillo que sólo los enamorados y los poetas saben reconocer: reímos.

Reímos como si fuéramos niños huyendo del tiempo.
Como si Lisboa, por un instante, se hubiera sacudido de encima los siglos y nos dijera: “Seguid. Estoy con vosotros”.

—Ven, te voy a llevar a un sitio —te digo, poniéndome de pie.

Caminamos despacio, con las luces amarillas derramándose sobre el empedrado.
Y tras apenas unos pasos, en una esquina con macetas colgantes y gatos vigilantes, aparece la pequeña joya que buscaba: "Pastelaria Alfama Doce", casi secreta, con olor a azúcar quemado y madreselva.

El escaparate, como un altar de infancia: bolos de arroz, tartes de maçã, y los infaltables pastéis de nata, que brillan bajo el cristal como soles en miniatura.

—Uno sin canela para ti —le digo a la señora, guiñándole un ojo—, y un zumo de naranja recién exprimido.

Te acomodas en la mesita junto a la ventana, con las manos sobre el vientre como si abrazaras un universo aún por nacer.

—¿Sabes qué pienso? —me dices, con la boca llena de hojaldre—.
Que las guerras no se ganan con armas…
Se ganan con momentos como este.

Y yo, que fui criado entre libros de historia y discursos políticos, no puedo hacer más que rendirme.

A ti.
A este hijo.
A Lisboa.
A la vida.

...Lisboa se vuelve terciopelo bajo nuestros pies, te miro como quien mira su destino escrito en los ojos de otro.

Y lo entiendo todo.

Entiendo por qué el alma elige ciertos cuerpos, ciertos amores, ciertos dolores. Entiendo por qué los caminos se entrelazan con la precisión de un bordado divino. Entiendo que este hijo nuestro no es solo carne y latido.Y que tú, Merchi, eres la sacerdotisa de ese milagro.

Me pierdo en tus ojos, aunque los tengas cerrados, y me encuentro.

Porque en vos me habita la calma del universo y su grito de guerra.

Y cuando las farolas encienden sus pequeños soles, y la guitarra se silencia como si nos hiciera un hueco en la eternidad, me acerco a tu oído y susurro:

—Si alguna vez olvidás quién sos, amor mío… buscá esta noche en tus sueños. Volvé a Lisboa. Al tranvía. A mi mano. A nuestro hijo. Y ahí vas a saberlo todo de nuevo.

Porque hay historias que no se escriben con tinta, sino con piel, memoria y fe.

Y esta… esta es la nuestra.

***********************

Lisboa(versión íntima del Diario de Ariel)
Pasteles, profecías y la lujuria de mirarte comer

Te juro que no sé qué hechizo tiene Lisboa.
Quizás sea el viento con olor a sal y a historias sin final,
o las callejuelas que parecen haber sido dibujadas por un poeta borracho de saudade.
Pero ese día, Merchi,María, María Mercedes...
era vos la que hechizabas todo.

Venías descalza, riéndote del mundo y de mis advertencias absurdas sobre el empedrado.
—“Los pies no se cortan con piedra antigua, Ariel. Se despiertan.”
Eso me dijiste, como quien te lanza una flor y se queda mirando si florece.

Yo te seguía como un bobo enamorado,
con un libro de Gibran bajo el brazo —porque uno tiene sus hábitos—
y una caja de pasteles de Belém que vos me obligaste a comprar,
con esa cara de golosa tuya…
esa cara que debería ser ilegal.

La forma en que muerdes un pastelito…
¡por favor!
Eso no es hambre, Merchi.
Eso es lujuria para los sentidos de un escorpiano en celo cósmico.

Te habría hecho mía, allí en la calle.

¿Cómo explicarte lo que siento cada vez que tus labios tocan el hojaldre?
Es como si el universo me guiñara un ojo y me dijera:
—“Mirá, bobo, esto es el amor. Aprendé.”

Nos sentamos en un banco azul,
y vos me robaste medio pastel y una carcajada, engañandome con un beso.
Y yo, como un tonto feliz, te leí a Gibran,
intentando estar a la altura de tu alma brillante y tu boca azucarada.

—“Y un joven le preguntó al Profeta…”
Pero vos, cómo no, interrumpiste:
—“¿Comer sin engordar? ¿Ese es el secreto de la vida?”
—“No, boba,” —te dije— “es esto…”
Y leí como si el mundo dependiera de cada palabra:
“El propósito de la vida es vivirla tan profundamente que cuando mueras, el universo sienta un pequeño temblor en el pecho.”

Y vos…
vos me miraste como si yo fuera el secreto.
Y yo te miré como si estuviera viendo el sentido de todo,
envuelto en hojaldre y ternura.

¿Sabés qué aprendí ese día?
Que no hay verdad más alta que verte reír con azúcar en los labios.
Que no hay Gibran, ni Buda, ni Borges que me dé más sentido que tu existencia
pegada a la mía,
como si siempre hubiésemos sido una sola alma,
con dos cuerpos y muchas ganas.

Y si alguna vez nos acusan de plagio…
que lo hagan.
Pero sepan que nuestras palabras no se roban de libros:
se escriben en las sábanas, en los cafés, en las siestas,
y en los rincones invisibles donde dos locos se aman de verdad.

***********************

Ay, María… ¡otra vez con el pastel de nata en la mano y los ojos puestos en el siguiente!
—Pero si te acabas de comer tres… —te digo, haciéndome el severo, aunque el corazón se me ablanda con cada miga que te queda en la comisura del labio.
—Es por el bebé —respondes tú, muy seria, como si llevaras siglos siendo madre.
—Ajá… claro, el bebé. No tú, que te volviste una criatura insaciable desde que sabes que está ahí dentro.

Y mientras te relames con descaro y yo me río con la ternura de un hombre perdido, te tomo la mano.
—Vamos, princesa. Tengo una estrella que mostrarte.

Subimos al Mirador de Graça, que a estas horas está medio desierto, salvo por una pareja de ancianos en silencio, un gato que se cree guardián del firmamento, y nosotros.
Lisboa brilla abajo como un joyero desordenado, el Tajo respira lento, y el cielo parece un libro abierto para quien sepa leerlo.

—¿Ves esa estrella? —te señalo una que parece titilar más que las otras, como si guiñara.
—Sí, esa… la juguetona.
—Los antiguos la llamaban Alnilam. Es parte del cinturón de Orión, el cazador.

Te acercas un poco más, y yo rodeo tus hombros.
—¿Y qué hacía ese Orión? ¿También perseguía mujeres embarazadas por las calles de Lisboa? —bromeas.
—No, él perseguía a las Pléyades, siete hermanas que siempre escapaban. Nunca las alcanzaba.
—¿Y por qué corrían?
—Quizá porque sabían que hay hombres que aman la caza más que el amor…
—¿Y tú? —me miras.
—Yo sólo perseguí una estrella… y me alcanzó ella a mí.

Te callas. Muerdes tu último pastel como si mordieras el universo.
Y entonces, lo dices:

—¿Sabes qué he aprendido con este embarazo? Que todo es un milagro, incluso el hambre. Que cada antojo es un mensaje. Que el cuerpo se vuelve oráculo. Y tú… tú eres mi templo.

Te beso en la frente.
Te protejo como un halcón con alas de ternura.
Y le susurro a tu vientre:

—Pequeño o pequeña… no tengas miedo. Naciste de una estrella que no huye.
Naciste de amor.

Y bajamos… bajamos de Graça a Mouraria como dos sombras felices, cogidos de la mano, con los pasos envueltos en historia. Las callejuelas son hilos de un bordado antiguo, las fachadas llenas de azulejos nos miran como testigos encantados. El aire huele a tierra caliente, a especias moras, a noche que despierta.

Allí, en una de esas placitas escondidas, un anciano toca un oud. Y una chica joven canta versos que no son fado triste, sino canto de raíces profundas, con la luz de Ibn Arabí. Justo lo que necesitábamos.

Nos sentamos en un banco y me acurruco un poco contigo. El silencio se estira, lleno de cosas no dichas. Y entonces tú, con esos ojos que brillan más cuando escondes algo, me sueltas:

—Ari… en mi familia hay mellizos.
—¿Sí?
—Mi padre era mellizo. Y también hay en la parte de mi madre.

Me quedo quieto.
Tú te ríes.
Yo parpadeo.
—¿Estás diciendo…?
—Que hay probabilidades, sí.

Me llevo las manos al rostro. Río. Y al rato… me pongo serio. Me quedo mirando el suelo unos segundos, y tú lo notas.

—¿Qué pasa?
—No te lo he contado… Pero yo también soy mellizo.

Te giras sorprendida.
—¿En serio?
—Mi hermano se llama Elías.
—¿Y dónde está?
—No lo sé.

Te lo digo sin dramatismo, pero con una sombra que cruza mi rostro. Tú lo ves. Lo sientes.

—Hace tres años que no hablamos.
—¿Por qué?
—Él… está del otro lado. Políticamente, quiero decir. Es de derechas. Conservador. Cree que papá está destruyendo el país con su idea del Estado federal… cree que la paz con los palestinos es una trampa.

Te quedas en silencio, escuchándome.
—¿Y tú? ¿Qué crees tú?

Te miro a los ojos, y ahí me quiebro un poco.
—Creo que si no nos abrazamos como hermanos, como pueblos, como humanidad… estamos perdidos.

Me tomas la mano. La aprietas.

Me echo a reír. Y el eco de mi risa viaja por las piedras de Mouraria como un conjuro antiguo.

—Dios… dos. Tendré que aprender a cantarles fado en estéreo.
—Y a dar el biberón con ambas manos —añades tú, con esa sonrisa de reina de corazones.

Y en ese rincón de Lisboa donde las culturas se abrazan, me doy cuenta de algo:
Aunque el mundo esté roto, tú y yo estamos haciendo uno nuevo.
Y esta vez…como desde siempre...
tendrá música desde el vientre, pues vosotras sois lo más cercano a Dios, que pasea por la Tierra.





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